El amor tiene dos enemigos: la banalización y la incomprensión de quienes lo consideran una rareza
La vida, en sentido fuerte, es aquello que transcurre entre dos franjas de experiencia. Una es la que caracteriza a la infancia e incluso, si se me apura, a la primera juventud, y vendría definida por el descubrimiento, por el encuentro con el mundo, sus habitantes y sus objetos. Es una etapa que, en caso de tener que quedar representada por algunas frases, sería por aquéllas con las que saludamos el regalo de la permanente novedad que la vida tiene a bien ofrecernos en esos años: “es la primera vez que…”, “nunca antes me había ocurrido esto”, “jamás había probado…”, “ignoraba que hubiera este tipo de personas”, “no pensé que existieran lugares así”, etcétera.
La otra franja, en la que uno se adentra, de manera inexorable, con
la edad tiene el signo, en cierto modo opuesto, de la despedida. El
abandono de la vida, aunque se produzca ineludiblemente en una fecha
concreta, es en realidad el gradual irse despidiendo del mundo, sus
habitantes y sus objetos. Tal vez nadie haya expresado esta melancólica
percepción con la hiriente dulzura con la que supo hacerlo Jorge Luis Borges en su poema Límites
al escribir versos como “hay una línea de Verlaine que no volveré a
recordar”, “hay un espejo que me ha visto por última vez” o, en fin, el
memorable “entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay
alguno que ya nunca abriré”.
Repárese en que el gran escritor argentino no mencionaba aquello que
sin duda más hondo dolor produce cuando lo pensamos: la idea misma de
ver por última vez a las personas a las que amamos. No pretendo insinuar
descuido o ligereza por su parte (de hecho, en otro momento había
proporcionado la clave de este asunto, al afirmar, con su proverbial
manera de deslizar afirmaciones demoledoras con la más suave de las
envolturas: “… no sé nada. Imagínese que ni siquiera sé la fecha de mi
muerte”). Quizá la aparente omisión de lo amoroso en el poema borgeano
perseguía resaltar, en su ausencia, precisamente la centralidad de la
dimensión personal. Es cierto que la experiencia de la muerte nos viene
anticipada a lo largo de la vida por diversos medios desde mucho antes
de su efectiva arribada. El abandono por parte de quienes hasta ayer
mismo declaraban amarnos locamente, las pérdidas de todo tipo, los
variados rechazos de los que nunca dejamos de ser objeto o incluso el ir
siendo lentamente relegados en el propio entorno al adentrarnos en la
vejez (el inexorable dejar de contar que asciende como una poderosa
marea de olvido que termina por engullirlo todo) nos proporcionan los
elementos con los que construir una representación veraz de lo que
significa ese gran caer en la nada que es la muerte.
Ninguna objeción, por tanto, a quien observara a lo que se acaba de
señalar que uno puede descubrir hasta el final de sus días, de la misma
manera que nunca sabe cuándo disfrutará de un libro o de la compañía de
una persona por última vez, o que uno abandona y es abandonado desde
bien temprano, constituyendo dicha experiencia precisamente uno de los
rasgos más definitorios del ser humano. En efecto, descubrimiento y
despedida en cierto modo entretejen por entero nuestra existencia, pero
no hasta el punto de que cuestionen el modelo que empezábamos
planteando. Lo que de veras pone severamente en cuestión la imagen de
las dos orillas de experiencia (y, en consecuencia, de la vida como la
travesía del caudaloso cauce que separa la una de la otra) es la
irrupción del amor. Cuando ello ocurre, ambas calidades de experiencia
parecen anudarse de manera tan íntima y mágica que en ocasiones puede
dar la impresión de que se hubieran fundido en una sola. Con lo que
llegamos, por fin, al objeto de la presente nota.
Un hilo secreto vincula los ensayos aquí citados. O tal vez sería
mejor decir que una misma perplejidad profunda parece haber impulsado a
sus respectivos autores a escribirlos. Lo que parece unirlos (tanto a
los autores como a los libros) es la cuestión acerca de cómo puede ser
que esa situación que la mayor parte de seres humanos asocia a la
intensidad que colma por completo el anhelo de felicidad que nos
atraviesa resulte, al mismo tiempo, la experiencia que más hondamente
nos puede hacer sufrir, la que puede originar en nosotros la más
profunda pena, la que en ocasiones nos deja abatidos en una tristeza sin
consuelo.
De los libros referenciados es el de Illouz el que de forma más
explícita (a tal punto que incluso está presente en su mismo título)
plantea la cuestión, y lo lleva a cabo, por supuesto, con la solvencia y
la brillantez que caracterizan a su autora. Pero no otra cosa plantean
en el fondo, cada uno de ellos desde su propia perspectiva, Alain de Botton, Luc Ferry, Alain Finkielkraut y Stascha Rohmer
en sus respectivos textos. Así, mientras para este último el amor es el
fundamento de la posibilidad de la existencia individual e histórica
(o, formulado con un poco más de énfasis, “el amor actúa como un
cimiento de la existencia humana”), para el exministro de Educación
Nacional de Francia este sentimiento se ha convertido en nuestro tiempo
en la primera fuente del sentido de la vida, que requiere ser
interpretado desde una nueva filosofía (lo que denomina “segundo
humanismo”). Por su parte, la opción de Finkielkraut es la de adentrarse
en los recovecos de lo amoroso (de la ilusión romántica al
resentimiento del desamor) desde el ángulo de la literatura, en tanto
que Alain de Botton prefiere, como forma de proyectar inteligibilidad
sobre el fenómeno, aplicarse a una descripción casi fenomenológica de
las reflexiones y pensamientos del enamorado.
No son fáciles para el amor los tiempos que nos está tocando vivir:
de ahí que se escriba tanto sobre él últimamente. Y no son fáciles
porque en esta ocasión, a diferencia de otras anteriores, los ataques
que sufre la experiencia amorosa proceden de más de un frente. Por un
lado, no cabe ocultar que el propio hilo conductor al que aludíamos poco
más arriba, el desgarrado contraste al que tradicionalmente se asociaba
dicha experiencia, ha empezado a ser un mero flatus vocis para
muchos. La banalización, que corroe como una voraz termita el entero
edificio de la visión del mundo en la que residíamos, parece estar
devorando con particular ahínco todo lo relacionado con el amor. Con el
agravante de que el derrumbe del edificio amenaza con dejar tan intactos
como inservibles los diferentes elementos que lo componían. Ha
estallado aquella articulada unidad, rica y compleja, entre sexualidad,
sentimiento y proyecto de vida que constituía la especificidad del amor y
que proporcionaba el combustible de ilusión a los enamorados, incapaces
de soñar mayor felicidad que la de una existencia compartida.
En el gran supermercado de la sociedad de consumo se publicita por
doquier que el cliente (o sea, todos nosotros) puede encontrar a su
disposición cualquiera de los tres elementos por separado y a mejor
precio (¡cuando no en oferta!). Otro engañoso espejismo más de este
mundo posmoderno de nuestros pecados. Porque de la misma forma que la
mera yuxtaposición de piezas no da lugar a una maquinaria, así tampoco
la satisfacción separada de impulsos y necesidades podrá nunca
proporcionar una felicidad comparable a la que proporciona el
dispositivo amoroso. Parafraseando la célebre afirmación del gran
fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson,
según la cual la fotografía “coloca el ojo, la cabeza y el corazón a un
mismo nivel”, así también cabría sostener que el amor es la única
instancia capaz de alinear los tres niveles o elementos señalados (amor,
sentimiento y proyecto de vida), que nuestra sociedad actual parece
empeñada en que materialicemos por separado.
El segundo frente desde el que se ve atacado el amor en nuestros días
no pasa por devaluar —a base de banalizarlo— el íntimo conflicto que lo
constituye, sino por tratarlo inadecuadamente. Es lo que ha venido
ocurriendo en todas las ocasiones en las que la experiencia amorosa ha
sido tomada poco menos que como el paradigma de lo impensable (fatalidad
o destino en el peor supuesto y fortuna o prodigio en el mejor). Tal
vez porque se interpretaba, de forma totalmente errónea, que pensar y
racionalizar constituían una sola y misma realidad. No es así, y los
libros señalados cumplen, con nota, la tarea de arrojar luz sobre el
estupor de los enamorados, de aportar elementos para resistir a la
tentación, a la que con tanta insistencia se nos invita en estos
tiempos, de que abandonemos el único lugar en el que —de verdad, de
verdad— merece la pena vivir.
Aquí es a donde, finalmente, quería venir a parar. El amor es la
condensación de la vida, representa su esencia más perfecta. Como ella,
está amasado de goce y de tormento, de asombro y de decepción, de
ilusión y de miedo. Todo ello en proporciones excepcionales, casi
inhumanas (con toda probabilidad sea ésa la razón por la que con tanta
frecuencia se siente la tentación de hablar del amor como si se tratara
de un auténtico milagro). Pero yerran por completo y, en consecuencia,
apenas nada entienden acerca de él quienes se obstinan en interpretarlo
como excepción, anomalía o rareza (o cualquiera de sus variantes más
celebradas: “imbecilidad transitoria”, “locura transitoria”, etcétera).
Lo que hace que la existencia se nos convierta en insoportable cuando lo
perdemos o en un delirio increíble de felicidad cuando disfrutamos de
él no es su naturaleza, sino su escala. Quítenselo de la cabeza: el amor
no es lo otro de la vida. Es, simplemente, demasiada vida.
Manuel Cruz
Amor, el porvenir de una ilusión. Stascha Rohmer. Traducción de Gabriel Menéndez Torrellas. Herder. Barcelona, 2012.
Del amor. Alain de Botton. Traducción de Juan José del Solar. RBA. Barcelona, 2013.
Por qué duele el amor. Eva Illouz. Traducción de María Victoria Rodil. Katz Editores/Clave Intelectual. Buenos Aires/Madrid, 2012.
Sobre el amor. Luc Ferry. Traducción de Núria Petit Fontserè. Paidós. Barcelona, 2013.
Y si el amor durara. Alain Finkielkraut. Traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez Paños. Alianza Editorial. Madrid, 2013.
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