Tal 
                          vez alguno de ustedes, y desde luego muchas personas 
                          en todas partes, dirán que la respuesta a la 
                          cuestión “cómo ser libre y feliz” se resume 
                          en una sencilla frase: “¡Consigue unos buenos 
                          ingresos!”. Creo que es una respuesta generalmente aceptada, 
                          y si la propongo me habré ganado el asentimiento 
                          de todos los que no están aquí presentes. 
                          Sin embargo, creo que es un error imaginar que el dinero, 
                          los ingresos, tienen mucha más importancia para 
                          conseguir la felicidad de la que realmente tienen. Durante 
                          mi vida he conocido a muchas personas ricas y apenas 
                          recuerdo a alguna de ellas que pareciese feliz o rica. 
                          He conocido a muchas personas que eran pobres en extremo, 
                          y tampoco podía decirse que fuesen libres y felices. 
                          Pero en los escalones intermedios es donde se encuentra 
                          la mayor parte de la felicidad y la libertad. No es 
                          la gran riqueza o la gran pobreza lo que proporciona 
                          más felicidad. 
                        
He 
                          aquí mi impresión al respecto. Cuando 
                          hablamos de las condicioines externas de la felicidad 
                          (voy a referirme principalmente a las condiciones en 
                          la propia mente, las condiciones internas), no cabe 
                          duda de que una persona debe tener lo suficiente para 
                          alimentarse, cubiertas las necesidades básicas 
                          de la vida y lo necesario para cuidar de sus hijos. 
                          Cuando uno dispone de esas cosas, tiene todo lo que 
                          contribuye realmente a la felicidad. Más allá 
                          sólo se multiplican las preocupaciones y la ansiedad. 
                          Así pues, no creo que una enorme riqueza sea 
                          la solución. En cuanto a las condiciones externas 
                          de la felicidad, yo diría que en este país, 
                          por lo que respecta al problema material de la producción 
                          de bienes, lo tienen totalmente resuelto. Si los bienes 
                          producidos se distribuyeran con justicia, eso sería 
                          ciertamente una verdadera contribución hacia 
                          la felicidad. El problema que se plantea es doble. En 
                          primer lugar, se trata de un problema político: 
                          asegurar las ventajas de su producción sin rival 
                          para un círculo más amplio. Por otro lado, 
                          tenemos el gran problema psicológico de aprender 
                          a obtener el bien de estas condiciones materiales creadas 
                          por nuestra era industrial. Creo que ahí es donde 
                          más ha fallado la modernidad, en el lado psicológico, 
                          el de ser capaces de gozar de las oportunidades que 
                          hemos creado. Y creo que esto se debe a una serie de 
                          causas. 
                        
Atribuiría 
                          en parte esta situación al efecto del puritanismo 
                          en su decadencia. En sus buenos tiempos, el puritanismo 
                          fue una concepción de la vida que llenaba las 
                          mentes y hacía feliz a la gente. Cualquier cosa 
                          que llene la mente hace a la gente feliz. Pero ya no 
                          existe una creencia generalizada en los postulados del 
                          puritanismo. Se han retenido ciertos principios que 
                          están conectados con el puritanismo, aunque quizá 
                          no de una manera muy evidente. En primer lugar, existe 
                          cierta clase de actitud moral, es decir, una tendencia 
                          a buscar defectos en los demás y a pensar que 
                          es muy importante mantener ciertas formas de conducta. 
                          Hay una serie de antiguos tabúes y reglas heredadas 
                          en los que la gente no cree, pero que sigue obedeciendo 
                          porque siempre han estado ahí, pero esos tabúes 
                          y reglas no llegan al fondo del asunto. Lo que más 
                          ha sobrevivido del puritanismo es el desprecio de la 
                          felicidad, no del placer, sino ¡el desprecio 
                          de la felicidad!  Entre los rebeldes existe un 
                          deseo muy grande de placer pero muy poca vivencia de 
                          la felicidad en contraste con el placer, y eso ha penetrado 
                          en nuestro concepto de placer y felicidad. 
                        
Durante 
                          mucho tiempo la actitud puritana consistió en 
                          hacer creer a la gente que el placer era algo infame, 
                          y debido a esa creencia quienes no eran infames se dedicaban 
                          a aproducir las mejores formas de placer como el arte, 
                          etcétera, y por consiguiente el placer llegó 
                          a ser tan infame como los puritanos decían que 
                          era. Sigue ocurriendo que las naciones, como la de ustedes 
                          y la mía, que han pasado por esa fase puritana 
                          son incapaces de obtener felicidad e incluso placer, 
                          es decir, un placer que no sea trivial. Sólo 
                          las formas menos valiosas de placer sobreviven a pesar 
                          de esa dominación puritana. Creo que ésa 
                          es quizá la razón principal por la que 
                          el puritanismo, dondquiera que haya existido, se ha 
                          revelado tan destructor del arte, porque el arte, al 
                          fin y al cabo, es la búsqueda de cierta clase, 
                          probablemente la mas suprema y perfecta, de placer. 
                          Y si uno cree que el placer es malo, el arte es malo. 
                          Ésa es una de las cosas que debemos al puritanismo. 
                          
                        
Otra 
                          de las cosas que le debemos es la creencia en el trabajo. 
                          He dedicado la mayor parte del tiempo que he pasado 
                          en América a predicar la ociosidad. En mi juventud 
                          tomé la decisión de que no dejaría 
                          de predicar una doctrina simplemente porque yo no la 
                          he practicado. No he podido practicar la doctrina de 
                          la ociosidad porque predicarla requiere mucho tiempo. 
                          No me refiero a la ociosidad en el sentido literal, 
                          pues mucha gente, la inmensa mayoría de la raza 
                          blanca, no disfruta sentada al sol sin hacer nada. Nos 
                          gusta estar atareados. La ociosidad a que me refiero 
                          es simplemente un trabajo o actividad que no forma parte 
                          de su trabajo profesional regular. Bajo la influencia 
                          de este dogma, el puritanismo nos ha obligado a conservar 
                          entre nuestras creencias actuales la idea de que la 
                          parte importante de nuestra vida es el trabajo. Eso, 
                          en cualquier caso, es aplicable a la mayor parte de 
                          la humanidad: que la parte importante de lo que hacemos 
                          es la de perseverar en nuestros negocios y conseguir 
                          una fortuna que podamos legar a nuestros descendientes, 
                          y que ellos, a su vez, consigan una fortuna mayor para 
                          dejarla a los suyos. Este propósito ha ocupado 
                          el lugar que antes tenía vivir para alcanzar 
                          el cielo, pues en los viejos tiempos del puritanismo 
                          trátabamos de prescindir de los placeres a fin 
                          de ganar el cielo. 
                        
El 
                          cielo ha desaparecido, pero no así la idea de 
                          vivir de manera que dejemos una gran fortuna, y la clase 
                          de vida que se requiere para ese propósito es 
                          en gran manera la misma que se requería para 
                          el otro: prescindir el goce presente en favor de los 
                          beneficios futuros. Eso es lo que hemos conservado de 
                          la vieja actitud puritana, y creo que eso no es, en 
                          su forma moderna, una actitud muy bella o noble. En 
                          los viejos tiempos contenía algo espléndido, 
                          pero en esta forma moderna no es nada que debamos admirar 
                          en especial, y por conseguir ese propósito prescindimos 
                          de todo lo que haría la vida civilizada, libre 
                          y feliz. 
                        
Por 
                          cierto, permítanme decirles algo que he observado 
                          a menudo cuando viajo por el continente europeo, donde 
                          hay bellas obras de arte. He visto al hombre de negocios 
                          norteamericano de edad mediana arrastrado de un lado 
                          a otro por su mujer y su hija, en un estado de aburrimiento 
                          casi intolerable, porque estaba lejos de su despacho. 
                          Sería mejor que, en vez de concentrarse en el 
                          trabajo, la gente tuviera unos intereses más 
                          amplios. Si tuviéramos un buen sistema social, 
                          ninguno de nosotros tendría que trabajar más 
                          de cuatro horas al día (aplausos). Bien, me alegra 
                          mucho esa respuesta de ustedes, pero cuando hice esa 
                          observación a otros públicos norteamericanos, 
                          se estremecieron de horror y me preguntaron: “¿Qué 
                          diablos haríamos en las otras veinte horas?”. 
                          Entonces tuve la sensación de que es muy necesario 
                          predicar este evangelio. 
                        
Es 
                          realmente terrible que al ser humano, con todas sus 
                          capacidades, se le pongan anteojeras y tenga una perspectiva 
                          tan estrecha que sólo pueda avanzar por un estre 
                          sendero. Eso es una desfiguración del ser humano. 
                          Se está desarrollando una población de 
                          seres humanos mal desarrollados, privados de los placeres 
                          que comporta la compañía humana, los placeres 
                          del arte, el placer de todas las cosas que hacen la 
                          vida realmente digna de ser vivida. Porque, después 
                          de todo, luchar un día tras otro para amasar 
                          una fortuna no es una finalidad digna de nadie. 
                        
No 
                          quiero sugerir que el placer, el mero placer sea un 
                          fin en sí mismo. No creo que lo sea, y me parece 
                          que el efecto de la moralidad puritana ha sido el de 
                          realzar los placeres a expensas de la felicida, porque, 
                          como los bajos placeres pueden obtenerse más 
                          fácilmente, están menos controlados por 
                          la censura de la moral oficial. Por supuesto, todos 
                          sabemos de qué manera la persona ordinaria que 
                          no vive de acuerdo con la moralidad oficial de su tiempo 
                          hace tal cosa: busca los caminos que son más 
                          frívolos y que uno mismo valora menos. Ése 
                          será siempre el efecto de una moralidad que se 
                          predica pero no se practica. 
                        
Los 
                          chinos tienen una moralidad oficial que se puede practicar, 
                          y creo que así demuestran su sabiduría. 
                          Los occidentales que hemos adoptado el plan contrario 
                          nos enorgullecemos de la magnificencia extraordinaria 
                          de nuestra moralidad y creemos que eso nos excusa de 
                          practicarla. Creo que para tener una verdadera moralidad, 
                          para tener una actitud vital que haga la vida más 
                          rica, libre y feliz, es preciso eliminar el elemento 
                          restrictivo, evitar que esa actitud se base en cualquier 
                          clase de restricciones o prohibiciones. Debe ser una 
                          actitud basada en las cosas que amamos y no las que 
                          detestamos. Hay una serie de emociones que guían 
                          nuestra vida, y pueden dividirse aproximadamente en 
                          represivas y expansivas. Las emociones represivas son 
                          la crueldad, el miedo y los celos; las emociones expansivas 
                          son la esperanza, el amor al arte, el impulso constructivo, 
                          el amor, el afecto, la curiosidad intelectual y la bondad, 
                          todas las cuales intensifican la vida en vez de reducirla. 
                          Creo que la esencia de la verdadera moralidad consiste 
                          en vivir de acuerdo con los impulsos expansivos y no 
                          los represivos. 
                        
Me 
                          temo que lo que estoy diciendo tiene unas consecuencias 
                          muy revolucionarias y no puedo esperar que todo el mundo 
                          esté conforme. Muchas personas pensarán 
                          que mis deducciones no son aceptables. Por ejemplo, 
                          el amor es una emoción expansiva mientras que 
                          la emoción de los celos es represiva. Ahora bien, 
                          cuando sometemos a análisis psicológico 
                          nuestra moralidad tradicional y vemos de dónde 
                          ha salido, tenemos que admitir que los celos han sido 
                          la fuente principal, que han sido los celos la emoción 
                          originaria. No me parece muy probable que un código 
                          con esos antecedentes sea el mejor posible, más 
                          bien creo que un código basado en las emociones 
                          positivas sería mejor que uno basado en las negativas, 
                          y que las restricciones impuestas a la libertad deberían 
                          basarse en el afecto o bondad hacia el prójimo 
                          y no en la pura emoción represiva de los celos. 
                          Si se aplicara ese principio conduciría a un 
                          mejor desarrollo del carácter y a un tipo más 
                          sano de persona, una persona liberada de muchas de las 
                          crueldades que limitan al moralista convencional. 
                        
La 
                          moral tradicional contiene un elemento muy fuerte de 
                          crueldad, y parte de la satisfacción que todo 
                          moralista obtiene de su moralidad se debe a que le proporciona 
                          justificación para infligir dolor. Todos sabemos 
                          que castigar es un placer para muchas personas. Cierta 
                          vez, un primer ministro que viajaba de Constantinopla 
                          a Antioquía se pasó ocho horas contemplando 
                          cómo torturaban a su enemigo. Creo que el impulso 
                          hacia el placer en el sufrimiento ajeno surge en personas 
                          cuyas emociones naturales se han frustrado, que han 
                          sido incapaces de encontrar una salida libre para sus 
                          impulsos creativos. 
                        
No 
                          sé  de manera categórica si esa 
                          es realmente la base de muchas crueldades, pero no puedo 
                          dejar de pensar que una enorme masa de la crueldad que 
                          vemos en el mundo se debe a una envidia inconsciente. 
                          Ése es un sentimiento muy arraigado en la naturaleza 
                          humana, y cuando existe un bonito y conveniente código 
                          que la encarna es, naturalmente, muy popular. 
                        
Me 
                          pregunto si podré explicarles con precisión 
                          de qué manera creo que uno puede vivir más 
                          feliz. En los Evangelios hay cosas que ilustran mi postura, 
                          no textos que se citen con frecuencia, sino po ejemplo 
                          “no pienses en la comida, la bebida o los medios con 
                          que te vestirás”. Si viviéramos de acuerdo 
                          con ese principio, que, por cierto, prohibe toda discusión 
                          de la ley Volstead, la vida nos parecería muy 
                          placentera. Hay cierta clase de liberación, de 
                          actitud despreocupada que, si uno es capaz de adquirirla, 
                          le permite ir por el mundo tranquilo, sin que le trastornen 
                          todas las pequeñas molestias que surgen. El meollo 
                          del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción 
                          muy arraigada en el corazón humano. El miedo 
                          ha estado en el origen de la mayoría de las religiones, 
                          el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los 
                          códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos, 
                          en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva, 
                          el miedo está en el fondo de todo lo que es malo 
                          en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos 
                          toda la libertad del universo. Todos ustedes conocen, 
                          por supuesto, las oscuras supersticiones de eras más 
                          bárbaras, cuando hombres, mujeres y niños 
                          eran sacrificados a los dioses por puro miedo. Consideramos 
                          esa superstición como oscura y absurda, pero 
                          no opinamos lo mismo de nuestras propias supersticiones. 
                          Pues bien, no puedo afirmar que ningún gran desastre 
                          vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo 
                          que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos 
                          es un mal mayor que las cosas en sí, y sería 
                          mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con 
                          algún desastre, que ir por la vida de puntillas, 
                          prudentes y cautos, con la carga del temor, sin haber 
                          gozado de la vida en ningún momento y, no obstante, 
                          muriendo apaciblemente en la cama. 
                        
Sin 
                          duda queremos que nuestras vidas sean expansivas y creativas, 
                          queremos vivir al máximo obedeciendo a los impulsos, 
                          y al decir impulso no me refiero al impulso transitorio 
                          de cada momento pasajero, sino a los grandes impulsos 
                          que realmente gobiernan nuestra vida. Ciertas personas 
                          tienen grandes impulsos artísticos, otras científicos 
                          y otras tal o cual forma de afecto o creatividad. Y 
                          si uno reprime esos impulsos, siempre que no infrinjan 
                          la libertad de otro, atrofia su desarrollo. Por ejemplo, 
                          conozco a muchos hombres que son socialistas y han dedicado 
                          su vida al periodismo, escribiendo para los periódicos 
                          más conservadores. Tales hombres pueden obtener 
                          placer de la vida, pero no creo que puedan obtener felicidad. 
                          La felicidad no está al alcance de quien reprime 
                          esos impulsos fundamentales con los que la vida debería 
                          desarrollarse. 
                        
Diría 
                          exactamente lo mismo de los afectos privados. Cuando 
                          existe un afecto realmente intenso o poderoso, el hombre 
                          o la mujer que se le opone sufre la misma clase de daño, 
                          es la misma clase de destrucción interior de 
                          algo precioso y valioso, algo que han dicho todos los 
                          poetas. Lo hemos aceptado cuando lo decían en 
                          verso, porque nadie se toma los versos en serio, pero 
                          si se dice en prosa y en público pensamos que 
                          es terrible. 
                        
No 
                          sé por qué se permite a todo el mundo 
                          decir una serie de cosas en privado que no se le permite 
                          decir en público. Creo que ya va siendo hora 
                          de que digamos en público lo mismo que decimos 
                          en privado. Walt Whitman dijo en alabanza de los animales: 
                          “No gruñen y sudan por su condición, ninguno 
                          de ellos es respetable o desdichado en todo el mundo”. 
                          Debe decir que siento un gran afecto por Walt Whitman, 
                          el cual ilustra lo que digo, cómo el hombre que 
                          vive expansivamente vive de una manera bondadosa, está 
                          libre de crueldad y el deseo de impedir a los demás 
                          que hagan lo que quieran. 
                        
Considero 
                          muy importante que nos cercioremos de que toda moral 
                          artificial significa crecimiento de la crueldad. Por 
                          supuesto, no podemos vivir como los animales de Walt 
                          Whitman, porque el hombre posee previsión y memoria 
                          y, al ser previsor, tiene que organizar su vida en una 
                          unidad. Es ahí donde desarrollamos nuestras supersticiones. 
                          Y saben ustedes muy bien que sería contraproducente 
                          obedecer cada capricho sin cierta disciplina. No deseo 
                          que lleguen a la conclusión errónea de 
                          que no hay necesidad de disciplina. Por el contrario, 
                          la hay, pero debe ser la disciplina que procede de dentro, 
                          de comprender las propias necesidades, de la sensación 
                          de algo que uno desea alcanzar. Nada de importancia 
                          se ha conseguido jamás sin disciplina. A veces 
                          no estoy totalmente de acuerdo con ciertos teóricos 
                          de la educación modernos, porque creo que subestiman 
                          el papel que representa la disciplina. Pero la disciplina 
                          que uno practica debe estar determinada por sus propios 
                          deseos y necesidades, no impuesta por la sociedad o 
                          la autoridad. 
                        
La 
                          autoridad procede del pasado y los viejos, y, puesto 
                          que me hallo en una Liga de la Juventud Libre, supongo 
                          que no es necesario que hable de la autoridad con el 
                          respeto que de mí podría esperarse, porque 
                          aunque se suponga que los viejos son sabios, no lo son 
                          necesariamente. Aprendemos mucho en la juventud y es 
                          mucho lo que olvidamos cuando somos mayores. El punto 
                          máximo está en los treinta años, 
                          cuando aprendemos a la misma velocidad que olvidamos. 
                          Luego empezamos a olvidar con más rapidez que 
                          aprendemos. Por lo tanto, si es necesaria una autoridad, 
                          debería ser un consejo formado por treintañeros, 
                          pero, en general, creo que es mucho mejor que no haya 
                          ninguna autoridad en aquellos aspectos que no afectan 
                          directamente al resto del mundo. 
                        
Naturalmente, 
                          si uno de ustedes asesina a alguien, es asunto suyo, 
                          pero también es asunto del muerto, por lo que 
                          no puede poner objeciones cuando otros le pidan cuentas 
                          de su acción. Ahora bien, con respecto a los 
                          actos que sólo nos afectan a nosotros mismos 
                          es absurdo que el Estado o la opinión pública 
                          tengan la menor intervención. La sociedad no 
                          debería ocuparse en absoluto de las relaciones 
                          privadas, que son cosa del individuo. Por supuesto, 
                          el bienestar de los niños interesa a la sociedad, 
                          y lo cierto es que en la actualidad no le interesa lo 
                          suficiente. En cuanto a los hijos, ha de haber suficientes, 
                          pero no demasiados, pues deseamos que estén sanos 
                          y se les eduque. Éstas son las cosas de las que 
                          el Estado debe ocuparse, pero hoy esa ocupación 
                          es parcial: afecta a unos sectores de la población 
                          y no a otros. Todas estas cosas deben ser competencia 
                          del Estado. Ahora bien, cuando no hay hijos me parece 
                          que toda interferencia es una impertinencia y que el 
                          Estado no tiene nada que ver en el asunto. Pero no quiero 
                          referirme solamente a ese problema, porque lo que acabo 
                          de decir es aplicable a otros muchos aspectos, sobre 
                          todo al lado estético de la vida. En nuestra 
                          civilización industrial hemos tomado del puritanismo 
                          y el cristianismo cierta actitud utilitaria, cierta 
                          creencia en que los actos que realizamos no deben estar 
                          limitados a sí mismos, sino tener alguna motivación 
                          ulterior, cierta finalidad distante. Las cosas se han 
                          de juzgar por sus usos y no por sus valores reales. 
                          Esto supone la muerte del lado estético de la 
                          vida, pues la belleza de cualquier cosa consiste en 
                          lo que la cosa es y no en sus usos. 
                        
Admito 
                          la esfera del utilitarismo, pero no para juzgar las 
                          cuestiones artísticas. Creo que hemos salido 
                          perdiendo no sólo en el mundo del arte, cosa 
                          generalmente admitida, sino también en compañía 
                          humana, en amistad, al no tener un sentido tan grande 
                          de la cualidad intrínseca como lo teníamos 
                          antes. Se tiende a juzgar a un hombre por lo que hace, 
                          y eso es algo totalmente distinto de la cualidad intrínseca 
                          de esa persona. Por eso acontece que cuando un hombre 
                          se ha convertido en una celebridad, todo el mundo sabe 
                          que lo que dice es maravilloso, mientras que en su juventud, 
                          cuando no se le reconocía como una celebridad, 
                          pudo haber dicho cosas más extraordinarias sin 
                          que nadie reparase en ellas. Debería reconocerse 
                          la excelencia de las observaciones de un hombre aunque 
                          no sea famoso, y viceversa. 
                        
En 
                          cuanto a las relaciones privadas, todos estamos tan 
                          atareados que no tenemos tiempo de cultivar afectos 
                          hacia otras personas que merecen ser cultivados. No 
                          tenemos tiempo para la solidaridad, la comprensión 
                          de todas esas cosas que constituyen la belleza de las 
                          relaciones humanas, porque todos estamos demasiado atareados, 
                          y cuando no, estamos cansados. Si los bienes producidos 
                          en este país se distribuyeran de una manera equitativa, 
                          habría mucho más de lo que cualquiera 
                          necesita para ser feliz y sería posible vivir 
                          trabajando mucho menos y, no obstante, tener lo suficiente. 
                          Entonces sería posible desarrollar y cultivar 
                          esas cosas que son necesarias para la felicidad. Por 
                          ejemplo, habría libertad. Un hombre carece de 
                          libertad si ha de pasarse el día entero ocupado 
                          en actividades que no le agradan. Eso es tan malo como 
                          estar uncido a una noria. No siempre podemos hacer cosas 
                          agradables, pero sí es posible hacerlas durante 
                          la mayor parte de la jornada, y creo que en las naciones 
                          industriales avanzadas probablemente lo que más 
                          se desea es un mejor ideal de felicidad privada. Realizar 
                          las cosas que realmente contribuyen a la felicidad humana 
                          es incluso más importante que las reconstrucciones 
                          políticas y económicas. 
                        
Si 
                          nuestras vidas fuesen más felices no estaríamos 
                          tan dispuestos a ir a la guerra. A mi modo de ver es 
                          asombroso ver la extraordinaria debilidad en el mundo 
                          moderno de lo que podríamos llamar la voluntad 
                          de vivir. Existe una voluntad de trabajar, pero no de 
                          vivir. No observamos que la perspectiva de una destrucción 
                          a gran escala se considere intolerable. No encontramos 
                          gente dispuesta a sacrificar el dinero y el poder para 
                          poder librarse de la amenaza de la guerra, porque en 
                          realidad no quieren librarse de ella. Una nación 
                          feliz no estaría dispuesta a sacrificar la vida, 
                          la salud y la felicidad por la vaga actividad de luchar 
                          y posiblemente ganar. Esto se debe a que nuestras vidas 
                          son demasiado colectivas y muy poco individuales. Forzados 
                          por el molde mecánico de nuestra civilización 
                          a parecernos cada vez más unos a otros, experimentamos 
                          cada vez más las emociones de las masas a expensas 
                          de las individuales, personales. De esa manera se sacrifica 
                          al individuo, y una vida en la que se impone ese sacrificio 
                          impedirá que el individuo sienta un amor intenso 
                          por la vida. 
                        
Imaginamos 
                          que queremos toda clase de cosas, tales como poder y 
                          riqueza, que no son las fuentes de la felicidad. Esas 
                          fuentes están mucho más fielmente expuestas 
                          en los Evangelios. Me refiero a lo que he citado hace 
                          un momento, a no pensar en el mañana. Si uno 
                          tiene un ser humano al que ama, un hijo, si tiene cualquier 
                          cosa que realmente le importa, la vida deriva de eso 
                          su significado, y es posible organizar todo un mundo 
                          de personas cuyas vidas importan. Pero si uno empieza 
                          con la nación: “Soy miembro de una nación 
                          y quiero que mi nación sea poderosa”, entonces 
                          está destruyendo al individuo. Uno se vuelve 
                          opresor, porque el poderío de su nación 
                          depende de una reglamentación estricta, y uno 
                          se dedica a imponer las reglas a su vecino. 
                        
Lo 
                          importante es el individuo. Tal vez piensen ustedes 
                          que resulta claro que un socialista diga tal cosa. Creo 
                          que el lado material de la vida ha de ser transferido 
                          a la organización socialista, pero lo creo así 
                          porque el lado material de la vida me parece el menos 
                          importante. Mientras uno no tenga lo suficiente para 
                          que su vida sea tolerable, las cosas materiales son 
                          las únicas que importan, y en la mayoría 
                          de los países europeos hay semejante pobreza 
                          que las cosas materiales son de la máxima importancia. 
                          Pero ahora, con nuestra capacidad de producción 
                          técnica, podemos abolir por completo el problema 
                          de la pobreza, que sigue existiendo porque somos unos 
                          perfectos asnos. Y cuando pensamos en el mundo que tendremos 
                          una vez eliminada la pobreza, vemos que en ese mundo 
                          las cosas materiales no serán las importantes. 
                          En una comunidad socialista habrá que determinar 
                          si la gente ha de trabajar una hora extra al día 
                          y cada miembro de la familia tener un coche. En semejante 
                          comunidad, como los bienes espirituales serán 
                          más importantes, valdrán más que 
                          las cosas que se obtienen por medio de la comunidad 
                          colectiva. Ésta proporcionará el pan y 
                          las tareas cotidianas. Uno podrá dedicar su ocio 
                          a otra actividad, al fútbol, el cine o lo que 
                          sea. 
                        
A 
                          veces me preguntan cómo puedo estar seguro de 
                          que la gente utilizará bien su ocio. No quiero 
                          asegurarlo. Cuando uno plantea ese problema es porque 
                          se encuentra todavía en la esfera de la moralidad 
                          excesiva, la presión excesiva de la comunidad 
                          sobre el individuo. Mientras el ocio no se emplee de 
                          ninguna manera nociva para el prójimo, es algo 
                          que atañe exclusivamente al individuo. Y afirmo 
                          que en el mundo espiritual deseamos individualismo. 
                          El socialismo lo queremos en el mundo material. Ahora 
                          tenemos socialismo en el mundo espiritual e individualismo 
                          en el material. 
                        
Se 
                          supone que lo que debemos pensar, la manera de controlar 
                          las emociones son cosas que competen al Estado, pero 
                          no tener suficiente para comer, no, eso no compete al 
                          Estado. Ahí es donde interviene el sagrado principio 
                          de la libertad, que ha sido colocado exactamente donde 
                          no se debía. Lo que les estoy diciendo es, al 
                          fin y al cabo, lo mismo que han dicho los dirigentes 
                          de todas las grandes religiones, que el alma del hombre 
                          es importante. Y ésa es la gran verdad que debemos 
                          aprender: sentir que el alma, el pensamiento, la comprensión 
                          y la simpatía es lo que importa, y que el decorado 
                          externo de la vida carece de importancia mientras uno 
                          tenga lo suficiente para vivir con dignidad. Debido 
                          a que estamos inmersos en la competencia no comprendemos 
                          una verdad tan sencilla. 
                        
Les 
                          he hablado bastante a la ligera, pero lo que quiero 
                          decir es algo rebosante de vida, una liberación 
                          auténtica: ser libres en este mundo, libres del 
                          univero, de modo que las cosas que nos ocurren dejen 
                          de preocuparnos, que los acontecimientos dejen de tener 
                          importancia. Ésa es la clase de fuego que puede 
                          existir en el alma de todo hombre y toda mujer, y cuando 
                          uno lo posee dejan de preocuparle las pequeñeces 
                          que tanto llenan nuestras vidas. Es posible vivir así, 
                          libre y expansivamente. Observarán que cuando 
                          hayan prescindidio de esos temores estarán más 
                          cerca del prójimo, podrán disfrutar de 
                          la amistad en un grado diferente. El mundo entero es 
                          más interesante, más vivo, hay algo en 
                          él que es infinitamente más valioso. Quien 
                          lo haya saboreado una vez sabe que es infinitamente 
                          mejor que las cosas logradas por otros metodos. Es un 
                          viejo secreto, enseñado por todos los maestros 
                          y olvidados por sus sacerdotes. Es el secreto de estar 
                          en íntimo contacto con el mundo, de no tener 
                          unas murallas del yo tan rígidas que le impidan 
                          ver lo que hay más allá. Al moralista 
                          el interesa pensar: “Qué virtuoso soy”, y también 
                          él es un eogista como los demás. No es 
                          en ese mundo de inmorales endurecidos donde encontrarán 
                          ustedes la vida que es feliz y libre. Cuando una ha 
                          perdido el temor a la vida porque vale la pena soportar 
                          un poco de dolor (debido al conocmiento de que hay algo 
                          mejor que la evitación del dolor), se asegura 
                          una intensa unión con el mundo, un amor intenso, 
                          algo brillante, cálido, como el afecto personal, 
                          pero que es universal. Si llegan ustedes a obtener eso, 
                          conocerán el secreto de una vida feliz. 
No hay comentarios:
Publicar un comentario