El
mundo se ha convertido en un bazar, en una feria, un puesto ambulante -sin
ánimo de ofender lo próvido de estas "instituciones"-, y el
horizonte máximo de las nuevas generaciones es quizá la elección inefable de
lo cutre. No es ninguna defensa de lo elitista o lo burgués, ¡cuánto más
lejos!, sino que hasta los sentimientos se han vuelto secos e ingrávidos,
detonantes del lodazal emocional en que nos hallamos. Es más fuerte el que no
expresa, el que no llora, porque se lleva ser independiente, se estila el
desaire y lo sobrado de lo moderno, aquél que elige sin preguntar en su
temperamento desplazado de la prole y del grupo, el término
"autonomía" que se desvirtúa con el tiempo; erradicada ya y sin
piedad la dignidad humana de compartir.
Y
es que el reto manda, la competitividad elevada y dialogante han ganado la
batalla, y la juventud anda deambulando perdida en su balsa melódica de la
tecnología de los sentimientos.
No es sentimentalismo ni melancolía, es entre otras cosas, el dolor filosófico de la escasa curiosidad metafísica, psicológica, antropológica e íntima por el Otro, por la Vida en su sesgo más humano que son los sentimientos. Y otros asuntos: que nadie confía en nadie, que se supedita la pureza a la identidad de "pertenecer a", que nos esclavizamos a estereotipos humanos desabridos y huraños, cada vez más cerca de la despersonalización y la cosificación.
No es sentimentalismo ni melancolía, es entre otras cosas, el dolor filosófico de la escasa curiosidad metafísica, psicológica, antropológica e íntima por el Otro, por la Vida en su sesgo más humano que son los sentimientos. Y otros asuntos: que nadie confía en nadie, que se supedita la pureza a la identidad de "pertenecer a", que nos esclavizamos a estereotipos humanos desabridos y huraños, cada vez más cerca de la despersonalización y la cosificación.
No
hay entrega por otro lado, y que esto no se confunda con la piedad cristiana,
estas reflexiones proceden directamente del vitalismo, y es precisamente ese
superhombre del que Nietzsche nos habla, que siente el dolor, que se extiende
en regueros de gritos, ansia, sentimientos auténticos, profundos, que se
despereza en subterfugios de energía vital, despierto como un lobo, rabioso
si es necesario, hábil de mente y esperanzado de corazón; ese ser que ruge
con la fuerza de un león y que es eterno como un niño. Los hombres que se
dilatan, sufren y observan, son los que se echan de menos. Porque, ¿adónde
miras cuando miras?, o mejor dicho ¿qué ves cuando miras?, o quizá sólo
miramos sin ver. Eso. Tan simple y aterrador como esta última premisa:
conocer por encima, como el que duerme su amor sin vivirlo, embobarse con lo
fácil en el despuntar de la supuesta innovación, y sobre todo no pensar. Ese
minuto mágico donde se abren verdaderamente las puertas de la percepción, y
cuya lucidez apenas momentánea se disgrega con dificultad por los entresijos
de la razón. Ese minuto dentro del horario laboral, después del sexo, tras un
error, en el asfalto al cruzar la calle, frente a la tele, pero por favor,
ese minuto para pensar, en medio de este vasto océano de extraña información.
Y
me pierdo. Y vuelvo a la tienda de souvenirs donde comencé. ¿Qué se busca
cuando entramos en estos comercios?, Algo representativo de la idea que se
lleva, si puede ser económico,-seamos francos-, no importa en demasía la
buena o la mala calidad del producto, se piensa en el regalo por el regalo y
además resulta un placer distraerse con el resto de objetos.
Algo así me temo que ocurre con los sentimientos y el modo de abordar la existencia emocional en este siglo XXI. En las relaciones humanas se entra como muchos a la pescadería, en busca de género fresco, sin muchas espinas y a ser posible, fácil de cocinar; otros igual que a la oficina del paro, desesperanzados, soberbios, con prisa y sin orientación. Y la carne de lo humano se desdibuja y querer y quererse se convierte en un sistema de redes con configuración previa, o en una foto de móvil, o en un libro de instrucciones como los de las lavadoras, y observar el mundo es visitar la gran oferta de páginas web, y pasear las pulseras de los "resorts"; y sentir la vida es colocarse frente al televisor o saber cada rincón del centro comercial, y unirse es el compromiso/compropiso, y charlar es un ruido estridente de excavadora.
Algo así me temo que ocurre con los sentimientos y el modo de abordar la existencia emocional en este siglo XXI. En las relaciones humanas se entra como muchos a la pescadería, en busca de género fresco, sin muchas espinas y a ser posible, fácil de cocinar; otros igual que a la oficina del paro, desesperanzados, soberbios, con prisa y sin orientación. Y la carne de lo humano se desdibuja y querer y quererse se convierte en un sistema de redes con configuración previa, o en una foto de móvil, o en un libro de instrucciones como los de las lavadoras, y observar el mundo es visitar la gran oferta de páginas web, y pasear las pulseras de los "resorts"; y sentir la vida es colocarse frente al televisor o saber cada rincón del centro comercial, y unirse es el compromiso/compropiso, y charlar es un ruido estridente de excavadora.
Y
ya me callo. Pero: se vende madre soltera entrada en años, cocina y plancha,
100-75-98; se compra toda responsabilidad que se tercie; se alquila amigo,
bien parecido, sano, fuerte; se subasta señora infiel; aquí fiamos primos,
abuelos, novios o extensión del mismo…Se precisa
señor-hombre-del-mundo-maduro y con solvencia económica… Y respetar es todo
un trabajo de ingeniería, y sonreír abiertamente es ya algo maniqueo,
sofisticado y con pautas, y expresar es una cháchara vulgar centrada en lo
práctico. Y repito, no es sensiblería, desencanto o anti-globalización, son
ganas de abrir la verdadera comunicación-interacción humana hacia el camino que
merece, y dejarnos ya de tecnificar los sentimientos.
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