lunes, 22 de julio de 2013

Lousiana de Cortázar

Cuando le preguntaron sobre el verdadero significado de cronopio, Julio Cortázar recordó una noche en la que fue al teatro con Lousiana, una joven amante que había conocido en el páramo, llena de barro y con el habla entrecortada por los nervios. Escucharían a Stravinsky tal vez, no importaba. Sólo quería ver a Lousiana y su rostro que sonreía todo al compás de sus labios cada vez que creía ver algo nuevo. Entonces, tuvieron una visión fantástica de pequeños globos verdes flotando en el semivacío teatro. Eso fue precisamente lo que Cortázar le respondió unos años después al periodista, aclarándole que la palabra no tenía nada que ver con ‘cronos’ y el tiempo, pero omitió la presencia de Lousiana. Daba igual, nadie la conocía.
“Mira. Son objetos verdes y húmedos, son unos seres desordenados y tímidos”, le dijo la joven. Él, como buen creador de historias, también los vio: “son dibujos fuera del margen, poemas sin rimas. Por diferentes, por raros, son capaces de cautivar”. Lucían exactamente igual a unas plantitas simplonas que se habían encontrado entre la maleza en alguna ruta natural. Como buenos amantes quisieron nombrar lo innombrable, crear un lenguaje aparte del que los deshacía día y noche entre las sábanas, inventar que a esas alturas aún podían hacer el amor por primera vez. En el teatro y en el parque eran los mismos, eran cronopios, sus cronopios.
Lousiana tenía la costumbre de amar como si nunca antes hubiese amado a nadie. Con evidente cursilería. Sin reservas y prevenciones. Solía entonces amar con todo el cuerpo como si éste fuera labio. Amar con la miopía de verlo donde fuera, en cada rostro, en los objetos cotidianos, en los tejidos de palabras que leía en algún poemario. De pronto, por eso él también la amaba.
¿Por qué lo haces? Le preguntaba él a Lousiana, quien le respondía: “Me quemo al tocar el sartén y te quiero. La lluvia amenaza con seguirme todo el día y te quiero. De pronto el agua se convierte en granizo y te quiero. Vuelve a quemar el sol en esta loca ciudad y te quiero. En alguna calle cercana alguien calienta chocolate y te quiero. En otras ocasiones te quiero también tanto que no necesito que nada especial pase para quererte”.
¿Qué es un cronopio? Tan solo esa pregunta le había recordado a Cortázar la existencia de Lousiana. “Logró lo que quería”, pensó. “No quiero ser una más, quiero ser tu primera vez muchas veces… quiero enseñarte algo, a ti que tanto sabes”, le decía la mujer después de los baños de caricias, de los cocteles de afecto, de los días de girasoles, vino y mañanas que les amanecían a las dos de la tarde, hora para comer tostadas francesas y mirarse a los ojos para volver a asentar esas noches llenas de los dos, sólo de los dos. “Porque esas sujetas del pasado se empeñan en ser tu presente, o si no, no las mencionarías en tus relatos, en tus objetos, en tu piel a veces”, reclamaba ella. A veces.
Lousiana era quien lo había convertido en el “Cronopio Mayor”, como le decían algunos seguidores, pero nadie supo de ella, sólo de un teatro, de unas figuras extrañas que emergieron fugaces en la imaginación del genio.
De Lousiana no valía la pena recordar si sus labios eran gruesos o flacos, si su tez estaba curtida por el sol o por la sombra, si era tan alta como el marco de la puerta o tan baja como una escoba… al fin y al cabo todo lo cambiaría el tiempo y la cámara oscura del recuerdo. Quedaron, eso sí, escondidos en algunos “papeles inesperados” (como se titularía su último libro), sometidos al olvido de un baúl viejo que Cortázar nunca pidió que abrieran, aunque después de morir su ama de llaves lo hizo. Entonces encontraron a Lousiana, a los movimientos lujuriosos que inspiraron el ritmo de un cuento, el olor que llevaba enredado en el cabello, el corazón desparramado en cada frase que le dedicaba al escritor, y, sobre todo, los cronopios inventados de los parques, de los teatros, de las sábanas de siempre y de las rutas de todos los días que no se cansaron de caminar.

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