domingo, 21 de julio de 2013

El docente ideal

“La educación no consiste en llenar un cántaro sino en encender un fuego.”  William Butler Yeats.

Sin vocación, sin amor al oficio, sin el deseo inconmensurable de servirle al alumno, de propiciar un cambio sui generis en su mentalidad, y en catalizar profundas mutaciones en su visión particular de ubicarse en el contexto –en el mundo circundante-, de interpretarlo y comunicarlo, todo sería en vano y todas las acciones del profesor quedarían desterradas en el exilio, inasibles en la realidad.
En ese orden de ideas, el profesor sin vocación sería una simple sombra relegada al olvido, no sería un motor de cambios en las mentalidades, en el juego y la interacción cultural y no sería una ficha clave en el ajedrez maestro de los cambios que necesita la sociedad, cuestión que no solo compete a los políticos y a la sociedad civil, sino también a los docentes.
Por consiguiente, de entrada, el profesor debe manifestarle amor al arte que practica: enseñar, motivar, cambiar mentalidades en pro de la sociedad. Sentirlo, apasionarse por su labor docente, investigativa, de comunicación permanente con sus alumnos.
Ya decía Kant que “el hombre sólo puede ser hombre mediante la educación. Los niños deben ser educados no para el presente, sino para una condición futura. Posiblemente mejorada, de manera que se adapte a la idea de humanidad y al destino de hombre”. Este tipo de ideas lógicas sobre el quehacer educativo, que nacieron bajo el seno de la Ilustración, aún siguen teniendo sus efectos en los maestros, pese al reduccionismo que profesan algunas ideas postmodernistas de la actualidad.
El profesor es luz en movimiento, es ficha que propicia cambios, es carpe diem que proyecta a sus alumnos hacia el futuro.
La vocación es primordial, pero también están patentes algunas ideas que he venido reflexionando esta semana: ¿Cómo enseñar comunicativamente? ¿Cómo diseñar métodos pedagógicos que se transmitan de manera eficaz a los alumnos? El profesor no es un simple informador, tal como lo podría ser el comunicador social a través del género de la noticia (no entran aquí ni las crónicas, perfiles, entrevistas, géneros periodísticos que comunican); por ende el docente es un comunicador nato, un sujeto que transmite eficazmente sus ideas a los alumnos. Que propicia la retroalimentación con sus alumnos.
En su labor, no hay espacio para equívocos comunicativos, para las tergiversaciones, las actividades improvisadas, y todo lo que discurre en el salón de clases, atañe, única y exclusivamente a su entera responsabilidad y ética. El profesor como autoridad –Leviatán en términos de Hobbes-tiene el deber de comunicar mensajes claros a sus alumnos. El profesor es un sujeto ético, comprometido con el conocimiento, con la puntualidad, con el orden.
En ese sentido, pareciera que los alumnos son sujetos pasivos y pequeños receptores de información. No obstante, el acto debe transgredir dicha pasividad: el alumno recibe una comunicación y ésta por su propia naturaleza, modifica, inquieta el pensamiento del alumno, lo torna de sujeto pasivo a asumir con entusiasmo un rol activo, a querer sumergirse en los afluentes del conocimiento, a querer seguir nadando en ese rio, explorarlo, adentrarse mucho más en sus confines y lugares desconocidos. 
Es decir, el profesor motiva la curiosidad en el alumno para conocer cosas nuevas. Es si se quiere un facilitador del conocimiento. Es un asesor.
La comunicación expresa un significado, en términos semánticos –es obvio-, implica una negociación o un asunto contractual entre profesores y alumnos, al mejor estilo del “pacto social” descrito por Jean-Jacques Rousseau. En pocas palabras, el profesor propone a sus alumnos el método que utilizará en su clase y los alumnos por libre albedrio lo aceptan, lo disfrutan o lo toman por obligación. Y ellos interpretan los conocimientos aportados por el perito, en este caso, el profesor.
Por consiguiente, el docente contextualizará las actividades de clase en la vida ordinaria de las personas; eso tiene un efecto lúdico y pedagógico en las mentes de los alumnos. Los buenos profesores lo hacen explorando y desentrañando un tema particular que esté presente en la mente de los alumnos: le pueden aportar léxico, verbos, sustantivos, insertándolos en situaciones de la vida cotidiana, lo cual tendrá un efecto de aprendizaje notorio en aquellos que están sedientos de conocimiento.
La vida es juego, es lúdica, es exploración de nuevos mundos. Julio Cortázar dio cuenta de ello por medio de su Rayuela: el autor juega con los personajes, el lector juega con los personajes y estos juegan con el lector. Y todos aprenden y saben ubicarse en el contexto. La educación también es un juego lúdico si se lo mira bajo esa óptica. Sin embargo, ese juego, ese apasionamiento, debe estar acompañado de un plan maestro de trabajo, una brújula, una bitácora: descripciones de la actividad –si son individuales, en pareja, en grupos; herramientas utilizadas como el Power Point-y tener un norte o un objetivo, entendido como meta, propósito, fin.
 El profesor entonces debe cuestionarse y proponer a sus alumnos: ¿Qué busca esta actividad? ¿Qué habilidad alcanzarán los alumnos si hacen juiciosamente los ejercicios de la clase que el docente ofrece? Cada ejercicio deberá contar con  tiempos estipulados con anterioridad. Debe valerse también de los recursos visuales (fotos, video, entre otros).
Asimismo, el profesor debe propiciar actividades que brillen por su heterogeneidad y diversidad: ejercicios de escucha, comprensión de lectura, redacción de párrafos, conversación. En la variedad está el placer como reza el adagio popular. No hay nada más agradable que apreciar a los Beatles: cada canción de Lennon y McCartney es diferente de la anterior o de la siguiente en cada uno de sus discos. La variedad es clave en los procesos educativos.

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