“La educación no consiste en llenar un cántaro sino en encender un fuego.”  William Butler Yeats.
Sin vocación, sin amor al oficio, sin el deseo inconmensurable de servirle al alumno, de propiciar un cambio sui generis en su mentalidad, y en catalizar profundas mutaciones en su visión particular de ubicarse en el contexto –en el mundo circundante-, de interpretarlo y comunicarlo, todo sería en vano y todas las acciones del profesor quedarían desterradas en el exilio, inasibles en la realidad.
En ese orden de ideas, el profesor sin vocación sería una simple 
sombra relegada al olvido, no sería un motor de cambios en las 
mentalidades, en el juego y la interacción cultural y no sería una ficha
 clave en el ajedrez maestro de los cambios que necesita la sociedad, 
cuestión que no solo compete a los políticos y a la sociedad civil, sino
 también a los docentes.
Por consiguiente, de entrada, el profesor debe manifestarle amor al 
arte que practica: enseñar, motivar, cambiar mentalidades en pro de la 
sociedad. Sentirlo, apasionarse por su labor docente, investigativa, de 
comunicación permanente con sus alumnos.
Ya decía Kant que “el hombre sólo puede ser hombre mediante la 
educación. Los niños deben ser educados no para el presente, sino para 
una condición futura. Posiblemente mejorada, de manera que se adapte a 
la idea de humanidad y al destino de hombre”. Este tipo de ideas lógicas
 sobre el quehacer educativo, que nacieron bajo el seno de la 
Ilustración, aún siguen teniendo sus efectos en los maestros, pese al 
reduccionismo que profesan algunas ideas postmodernistas de la 
actualidad.
El profesor es luz en movimiento, es ficha que propicia cambios, es carpe diem que proyecta a sus alumnos hacia el futuro.
La vocación es primordial, pero también están patentes algunas ideas 
que he venido reflexionando esta semana: ¿Cómo enseñar 
comunicativamente? ¿Cómo diseñar métodos pedagógicos que se transmitan 
de manera eficaz a los alumnos? El profesor no es un simple informador, 
tal como lo podría ser el comunicador social a través del género de la 
noticia (no entran aquí ni las crónicas, perfiles, entrevistas, géneros 
periodísticos que comunican); por ende el docente es un comunicador 
nato, un sujeto que transmite eficazmente sus ideas a los alumnos. Que 
propicia la retroalimentación con sus alumnos.
En su labor, no hay espacio para equívocos comunicativos, para las 
tergiversaciones, las actividades improvisadas, y todo lo que discurre 
en el salón de clases, atañe, única y exclusivamente a su entera 
responsabilidad y ética. El profesor como autoridad –Leviatán en 
términos de Hobbes-tiene el deber de comunicar mensajes claros a sus 
alumnos. El profesor es un sujeto ético, comprometido con el 
conocimiento, con la puntualidad, con el orden.
En ese sentido, pareciera que los alumnos son sujetos pasivos y 
pequeños receptores de información. No obstante, el acto debe 
transgredir dicha pasividad: el alumno recibe una comunicación y ésta 
por su propia naturaleza, modifica, inquieta el pensamiento del alumno, 
lo torna de sujeto pasivo a asumir con entusiasmo un rol activo, a 
querer sumergirse en los afluentes del conocimiento, a querer seguir 
nadando en ese rio, explorarlo, adentrarse mucho más en sus confines y 
lugares desconocidos. 
Es decir, el profesor motiva la curiosidad en el alumno para conocer 
cosas nuevas. Es si se quiere un facilitador del conocimiento. Es un 
asesor.
La comunicación expresa un 
significado, en términos semánticos –es obvio-, implica una negociación o
 un asunto contractual entre profesores y alumnos, al mejor estilo del 
“pacto social” descrito por Jean-Jacques Rousseau. En pocas palabras, el
 profesor propone a sus alumnos el método que utilizará en su clase y 
los alumnos por libre albedrio lo aceptan, lo disfrutan o lo toman por 
obligación. Y ellos interpretan los conocimientos aportados por el 
perito, en este caso, el profesor.
Por consiguiente, el docente contextualizará las actividades de clase
 en la vida ordinaria de las personas; eso tiene un efecto lúdico y 
pedagógico en las mentes de los alumnos. Los buenos profesores lo hacen 
explorando y desentrañando un tema particular que esté presente en la 
mente de los alumnos: le pueden aportar léxico, verbos, sustantivos, 
insertándolos en situaciones de la vida cotidiana, lo cual tendrá un 
efecto de aprendizaje notorio en aquellos que están sedientos de 
conocimiento.
La vida es juego, es lúdica, es exploración de nuevos mundos. Julio 
Cortázar dio cuenta de ello por medio de su Rayuela: el autor juega con 
los personajes, el lector juega con los personajes y estos juegan con el
 lector. Y todos aprenden y saben ubicarse en el contexto. La educación 
también es un juego lúdico si se lo mira bajo esa óptica. Sin embargo, 
ese juego, ese apasionamiento, debe estar acompañado de un plan maestro 
de trabajo, una brújula, una bitácora: descripciones de la actividad –si
 son individuales, en pareja, en grupos; herramientas utilizadas como el
 Power Point-y tener un norte o un objetivo, entendido como meta, 
propósito, fin.
 El profesor entonces debe cuestionarse y proponer a sus alumnos: 
¿Qué busca esta actividad? ¿Qué habilidad alcanzarán los alumnos si 
hacen juiciosamente los ejercicios de la clase que el docente ofrece? 
Cada ejercicio deberá contar con  tiempos estipulados con anterioridad. 
Debe valerse también de los recursos visuales (fotos, video, entre 
otros).
Asimismo, el profesor debe propiciar actividades que brillen por su 
heterogeneidad y diversidad: ejercicios de escucha, comprensión de 
lectura, redacción de párrafos, conversación. En la variedad está el 
placer como reza el adagio popular. No hay nada más agradable que 
apreciar a los Beatles: cada canción de Lennon y McCartney es diferente 
de la anterior o de la siguiente en cada uno de sus discos. La variedad 
es clave en los procesos educativos.

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