Sus movimientos con la batuta eran eclípticos, tan parecidos al aleteo
irregular de un pájaro crío que se cansa ante la magnificencia del
nuevo mundo, pero con el poderío de cualquier ser que tiene el control
de los sucesos venideros.
Con sus brazos extendidos hacía sonar, en círculos, violines y chelos
en pentagramas de aires cálidos y húmedos, que flotaban como plumas de
ave en el espacio residual de Joha. Fríos vientos se desprendían de
trompetas y saxos, maquillando con verdes ramas los árboles que ella
imaginaba en su mente; así vislumbró la secoya gigante donde bajó el
primer mico y se hizo hombre.
Joha desconocía las variaciones de Golberg, tal vez por ello fue tan hermoso su relato mediático. Su invención nació de la intencionalidad instantánea de sus emociones. Los arpegios de un clavicémbalo lejano entraban de cuando en vez en lo que entonces parecía una armonía inconclusa —como un suspiro cortado—, casi que en consonancia con los parpadeos de ella y ante la mirada eterna de Alberto que con llamados de acordes intentaba decirle que la amaba.
Joha desconocía las variaciones de Golberg, tal vez por ello fue tan hermoso su relato mediático. Su invención nació de la intencionalidad instantánea de sus emociones. Los arpegios de un clavicémbalo lejano entraban de cuando en vez en lo que entonces parecía una armonía inconclusa —como un suspiro cortado—, casi que en consonancia con los parpadeos de ella y ante la mirada eterna de Alberto que con llamados de acordes intentaba decirle que la amaba.
Uno, dos… una estampida de si bemoles corearon flautas y tubas, Joha
imaginó las raíces de algo que no moriría jamás, como las patas de un
mamut que degeneró en elefante y nunca cayó. Tres, cuatro… la voz
portentosa de los tambores resonó en pálpitos de ansiedad al tiempo que
platillos y claves agudizaron los sentidos en lo que Joha interpretó
como la creación de la sábila en la madera pura. Cinco, seis… las alas
de Alberto pincelaban flores en el aire, el chelo dibujaba los bordes de
las oleáceas y Joha daba color a los pétalos. Siete… una estampida de
sonidos de cajas chinas y contrabajos, ocho… arpas, fagots y clarines
germinaron el fruto que Joha adivinó en pentágonos lilas. Nueve y diez…
la sinfónica entera se oyó detrás del cuerpo animado de Alberto al
tiempo que sus ojos se clavaron en los de Joha con una luz que atisbaba
una letra reveladora que ella entendió como el inicio de un amor
secreto.
Uno, dos… tres… la música se apagó de a pocos, tan parecida a un
fuego viejo. Un silencio inescrutable invadió aquel tiempo en el que los
instrumentos durmieron y el sonido pesó en todo lo que había hecho,
entonces todo el recinto aplaudió en el mismo minuto en el que Joha
abrió los ojos y dimensionó todo. La percusión de sus latidos, las voces
de las tambores reforzando un sentimiento que nacía puro, el clamor que
inventó un sueño en acordes de clavicémbalo y lenguajes de vientos, la
alegría del fuego a la llegada de violines y chelos, el portento de las
raíces, madres de frutos procaces que pulularon después, y el aplauso de
un mundo creado para sustentar la presencia del árbol de Vida.
Luego de la venia, Alberto sonrió y su alegría abrió el umbral del
futuro. Joha aplaudió entonces, pues comprendió que el aleteo del pájaro
crío lo haría profeta.
Said Chamie
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