El filósofo francés Michel Onfray, en su Tratado de ateología, nos brinda una muy interesante reflexión sobre lo que para él significa ser nietzscheano. Asimismo, plantea
la tarea que le toca ejecutar hoy en día al filósofo nietzscheano en la
elaboración de una radical transvaluación ateológica, con la finalidad
de superar el nihilismo contemporáneo:
“Terremoto
filosófico. Y llegó Nietzsche [...]. Y con él, el pensamiento idealista,
espiritualista, judeocristiano, dualista, es decir, el pensamiento
dominante, empieza a preocuparse: su monismo dionisíaco, su lógica de
las fuerzas, su método genealógico, su ética atea, permiten vislumbrar
una salida del cristianismo. Por primera vez, un pensamiento
poscristiano radical y elaborado aparece en el horizonte occidental.
En broma (?), Nietzsche escribe en Ecce homo
que él divide la historia en dos y que, a la manera de Cristo, hay un
antes y un después de él… Al filósofo de Sils-Maria le faltan su Pablo y
su Constantino, su viajante de comercio histérico y su emperador
planetario para transformar su conversión en metamorfosis del universo,
lo que no es deseable de ningún modo históricamente hablando. La
dinamita de su pensamiento representa un peligro demasiado grande para
esos brutos que son siempre los actores de la historia concreta.
Pero en el terreno filosófico, el padre de Zaratustra tiene razón: después de Más allá del bien y del mal y de El Anticristo,
el mundo ideológico deja de ser el mismo. Nietzsche abre una brecha en
el edificio judeocristiano. Sin llevar a cabo por sí solo toda la tarea
ateológica, la hace por fin posible. De ahí surge la utilidad de
ser nietzscheano. ¿A saber? Ser nietzscheano —lo que no quiere decir
ser Nietzsche, como creen los imbéciles…— no es tomar por cuenta propia y
de modo sinuoso las tesis mayores del filósofo: el resentimiento, el
eterno retorno, el superhombre, la voluntad de poder, la fisiología del
arte y otros grandes momentos del sistema filosófico. No hay necesidad
—¿cuál es el interés?— de tomarse por él, creerse Nietzsche, asumir esa
responsabilidad y luego adjudicarse todo su pensamiento. Sólo las mentes
pequeñas imaginan eso…
Ser nietzscheano implica pensar a
partir de él, allí donde la construcción de la filosofía quedó
transfigurada por su pasaje. Recurrió a discípulos infieles que, por su
sola traición, demostrarían su fidelidad, quería personas que lo
obedecieran siguiéndose a sí mismas y a nadie más, ni siquiera a él.
Sobre todo, no a él. El camello, el león y el niño de Así habló Zaratustra
enseñan una dialéctica y una poética que debe practicarse: conservarlo y
sobrepasarlo, recordar su obra, sin duda, pero sobre todo apoyarse en
ella como quien se apoya en una formidable palanca para mover las
montañas filosóficas.
De ahí surge una construcción nueva y
superior para el ateísmo: Meslier niega la divinidad, Holbach
desarticula el cristianismo; Feuerbach deconstruye a Dios; Nietzsche
revela la transvaluación: el ateísmo no debe funcionar como un fin
solamente. Suprimir a Dios, desde luego, pero ¿para qué? Otra moral,
nueva ética, valores inéditos, impensados porque son impensables, eso es
lo que la liquidación y la superación del ateísmo permiten. Una tarea
temible se avecina.
El Anticristo
habla sobre el nihilismo europeo, el nuestro, por lo demás…, y propone
una farmacopea para la patología metafísica y ontológica de nuestra
civilización. Nietzsche da soluciones. Las conocemos y ya tienen más de
un siglo de vida y de malentendidos. Ser nietzscheano significa
proponer otras hipótesis, nuevas, posnietzscheanas, pero integrando su
lucha en la cúspide. Las formas del nihilismo contemporáneo exigen más
que nunca una transvaluación que supere, de una vez por todas, las
soluciones y las hipótesis religiosas o laicas que surgen del
monoteísmo. Zaratustra debe reincorporarse al servicio: sólo el ateísmo
hace posible la salida del nihilismo.”
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