El sillón de terciopelo, los cigarrillos, los senderos, los amantes,
las caricias y los destinos circulares están decididos desde siempre.
Todos son parte de una ventana transitoria que no va a ningún lugar
definido. Los cigarrilos apuntan a un lugar remoto, en donde todo
converge. ¿Quién es la persona que fuma, narra, y entiende la trama que
se precipita en un ciclo y no termina? Todo depende del lector del
cuento. La continuidad del cuento y la conciencia del lector destruyen
la asimetría del tiempo, y el cuento se devora a sí mismo con la ayuda
del lector. Las imágenes mundanas son parte del artificio narrativo, que
acaba abruptamente con la muerte, el cuchillo y el nuevo comienzo. El
lector y el autor están siempre en el pozo de lo eterno, pero las
imágenes generan la ilusión de cambio. Cada imagen es una ventana del
pozo sin fondo que es la conciencia.
Es como si hubiesen tres presentes (como en la estructura
espacio–temporal de «Rayuela»). Por una parte está el presente (o el
«lado») del lector. El presente del personaje (que también es un lector)
está encasillado por el terciopelo verde. Finalmente, el presente de
los eventos descritos en el cuento (el «lado» de los eventos cuya
cronología es irrelevante y que se mueve secuencialmente con las
imágenes y personajes periféricos) es un ardid —una escalera que emerge
del pozo y acaba en el pozo—.
¿Está soñando el personaje? No se sabe, y no importa. Los héroes del
cuento se agolpan en la imagen del puñal y la muerte, que puede ser el
despertar del personaje o el inicio de un nuevo ciclo narrativo. Todo se
transforma en una estructura de fractales incandescentes. Como en
«Rayuela», los lados del lector, los personajes principales y las
narrativas personales de otros personajes son una realidad continua,
indivisible y fuera del tiempo.
Otros escritos en donde Cortázar habla de lo cronológico confirman
dramáticamente que lo eterno es mucho más real e importante que lo
temporal. En «Relojes», Cortázar presenta con una brevedad incomparable
la paradójica relación entre el tiempo y la conciencia. Un fama, nos
dice Cortázar, está obsesionado con darle cuerda a un reloj de pared
cada semana. Un cronopio que lo observa (con conocimiento y humor)
diseña un reloj «alcaucil de la gran especie, sujeto por el tallo a un
gran agujero de la pared».
El tiempo lineal de la cronología —Cortázar lo propone de inmediato—
es una ilusión. La relación verdadera que existe entre lo cronológico y
la continuidad de la conciencia la ejemplifica mejor una alcachofa que
cualquier reloj. «Las innumerables hojas del alcaucil marcan la hora
presente y además todas las horas, de modo que el cronopio no hace más
que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va sacando de
izquierda a derecha, siempre la hoja de la hora justa, y cada día el
cronopio empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón
el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro
el cronopio encuentra un gran contento, entonces se lo come con aceite,
vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.»
La infinita rosa violeta del centro es la conciencia, siempre
continua consigo misma. El tiempo son las hojas ilusorias que cubren a
la alcachofa de nuestra existencia. De acuerdo con la metáfora de la
alcachofa, las horas de nuestra vida lineal decoran y distraen. Pero en
lugar de proteger la infinita continuidad de la conciencia, las horas de
nuestras vidas lineales nos obsesionan y persiguen. Nos hacen olvidar
el centro violeta de nuestras vidas. Son, en pocas palabras,
decoraciones que nos atormentan.
En «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj», Cortázar
describe al reloj de mano como un «pequeño infierno florido, una cadena
de rosas, un calabozo de aire». Hablándole al lector de manera informal
y directamente acerca del regalo de un reloj, Cortázar dice: «No te
regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el
cumpleaños del reloj». El reloj de mano es descrito como una presencia
frágil y demandante. Algo ajeno, que no es parte de nuestro cuerpo pero
que demanda toda nuestra atención. Un colgijo adornado con piedras
preciosas que siempre nos acompaña y esclaviza.
Cuando Cortázar describe las instrucciones para dar cuerda al reloj,
cambia el tono completamente, hablándole al lector de manera formal e
indirecta. «Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo»,
comienzan las instrucciones. Después de las indicaciones referentes a
cómo darle cuerda al reloj, Cortázar dice: «Átelo pronto a su muñeca,
déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las
áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las
venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes». Las
instrucciones concluyen en un tono más íntimo y urgente: «Y allá en el
fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que
ya no importa.»
Allá al fondo, en efecto, está la muerte. Pero el miedo emerge de las
incontables horas que queremos contar, de los rubíes que coleccionamos
para distraernos de lo que nos une de una manera radical. El miedo tiene
forma —es la forma del tiempo lineal—. El centro consciente de nuestra
vida es un lago sereno. Esta es la unidad de la conciencia: el milagro
de la continuidad que une a nuestras conciencias que deambulan como
nómadas, perdidas en la rayuela de la vida y que corren, perseguidas por
las horas, para caer al final dentro del mismo pozo.
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