Ayer a la noche estaba frente a un semáforo en rojo.
Suelo respetar las señales de tráfico, así que me paré, esperando a que
cambiara de color, al verde, que por una convención acordada en algún
despacho hace unos cuántos años, es la señal que indica que los peatones
pueden cruzar la carretera. Así que, en cuanto el disco cambió
de color, me dispuse a pasar a la otra acera. Lo hice con seguridad,
dando un paso detrás de otro, y sin mayor problema.
Sin embargo, a medida que iba avanzando comencé a recordar las palabras de Julio Cortázar en el Perseguidor
cuando se preguntaba por qué teníamos confianza en que al día siguiente
iba a salir el sol, qué clase de prepotencia es esa. Y así, según
iba caminando, me imaginé de repente atropellado, unos segundos antes,
por algún coche que había decidido dejar de respetar la señales de
tráfico. Algo que, por otra parte, ocurre más a menudo que lo de que el sol no salga algún día.
Naturalmente, no solemos pensar que el coche que está ahí parado,
está esperando a que crucemos la calle para atropellarnos. No lo hacemos
porque entonces no podríamos vivir, estaríamos continuamente
atemorizados por el miedo.
Pero, realmente, la seguridad que portamos en nuestro día a día no puede ser más que ficticia.
Si analizáramos esas balizas en las que nos sostenemos, como las normas
de tráfico, para transitar por la ciudad e interactuar con los que nos
rodean nos temblarían las piernas.
Claro, sencillamente, si lo hiciéramos, no podríamos vivir. O las
condiciones en las que lo haríamos serían mucho peores. En ocasiones hay
que ponderar el miedo que se tiene a algo para comprobar que no merece
la pena. Es evidente que necesitamos confiar en nuestra familia, en
nuestros amigos, en nuestros compañeros de trabajo e incluso en ese
conductor que está esperando ante el semáforo en rojo. Quizás, algún día
descubramos que uno de nuestros amigos es un asesino, que algún
familiar es un ladrón o que a lo que está esperando el conductor es a
que crucemos para atropellarnos con saña. Pero hasta ese día no nos
preocuparemos, o no lo haremos salvo que descubramos sólidos indicios de
que deberíamos sospechar de que algo extraño y peligroso para nuestras
vidas está ocurriendo.
Sin embargo, esta seguridad, que ya hemos visto que tiene un
alto grado de ficción, nos abandona al enfrentarnos ante la posibilidad
de la enfermedad, o del diferente… Aunque no tengamos más motivos para sospechar en tales circunstancias que en cualquier otra.
Al cruzar una carretera, podemos analizar la situación,
podemos ver que hay señales de tráfico, como un semáforo, tanto para
los peatones como para los automóviles; podemos comprobar que el disco
que ven los peatones está en verde, mientras el de los automóviles está
en rojo; podemos recordar nuestro conocimiento adquirido sobre las
normas de tráfico que nos indican que cuando el semáforo se pone verde
para los peatones, estará rojo para los coches y que es en verde cuando
podemos cruzar; por último, nos podemos remitir a nuestra experiencia,
que nos mostrará que normalmente es seguro cruzar en verde.
En realidad, toda esa argumentación la elaboramos a nivel inconsciente, probablemente no nos percatamos de que lo hacemos. Pero parece un buen análisis de la situación. Entonces, ¿por qué no llevarla a cabo en esas situaciones que el miedo irracional nos invade y paraliza?
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