Hace un par de años, en la civilizada sociedad chilena, el último
gran terremoto dio paso inmediatamente a una ola de saqueos; hace 15
días, las tormentas que asolaban México desencadenaron un fenómeno de la
misma clase; hace poco tiempo, con ocasión de otra catástrofe en la
India, en Italia, en Rusia, en Nigeria… Miremos a donde miremos, y
aunque siempre se puedan recordar también excepciones notabilísimas,
este mundo, en el que los niveles de alfabetización, escolarización y
capacitación profesional son mucho más altos que en cualquier otra época
histórica, sigue mostrándonos que, en cuanto se levanta el imperio
público de las leyes, la humanidad prescinde, en general, de los
comportamientos morales, salta por encima de los valores convencionales y
prueba clamorosamente que el esfuerzo por la auténtica cultura está,
después de tantos siglos, apenas en mantillas. Hay un fondo de barbarie
siempre buscando el anillo que vuelve invisible, como en el viejo cuento
que relata Heródoto, para poder gozar sin problemas de lo que no es
lícito habitualmente. ¿Cómo no vamos a sentirnos preocupados y
desafiados por esta constatación tan triste todos los que trabajamos en
la enseñanza? ¿Es que también para nosotros los contenidos de lo que
tratamos de trasmitir son sólo adornos superficiales de la barbarie y, a
lo más, técnicas de supervivencia de muy varios estilos?
Y cuando no podemos dejarnos de hacer estas preguntas que cuestionan
el fondo mismo de aquello que hemos convertido en parte esencial de
nuestra vida, llega el momento de que se abra en España el debate
parlamentario de una ley educativa. Nos es imposible asumir de forma
callada y resignada que la Filosofía vaya a desaparecer casi por
completo de la formación de los jóvenes españoles. No podemos continuar
nuestra labor de todos los días sin escribir esta necrológica indignada.
¿Es que no se es consciente de hasta qué punto es peligroso «saber
hacer», sin tener ni la menor idea de por qué o para quién hacemos lo
que hacemos?
La adquisición de competencias profesionales, el crecimiento
económico y la competitividad son importantes, sin duda, pero para la
agenda política, y no tanto para un sistema educativo. Ésas no pueden
ser las metas, las únicas metas, de la segunda enseñanza. La educación
en primaria y secundaria debe formar personas, no profesionales. La
sociedad será más justa y solidaria en la medida en que nuestros alumnos
aprendan a ponerse en el lugar del otro y a construir algo en común.
Más importante que la capacidad de competir, es la capacidad de
reconocer la dignidad del compañero. A la vez que se adquieren las
habilidades de una profesión, es imprescindible reflexionar sobre el
lugar que esa profesión ocupa en el conjunto de la existencia de una
persona, y también es imprescindible hacerse alguna idea no mala de la
importancia de nuestro trabajo vocacional dentro de la estructura de la
sociedad. Por cierto, éste es exactamente el problema que se discute de
manera ingeniosísima, paradójica, dando de veras que pensar, en el más
antiguo texto completo que conservamos de la filosofía clásica griega:
el breve diálogo platónico que llamamos Hipias menor. (¿No será que la
filosofía no es tan inútil, después de todo?).
En la LOMCE se da por supuesto que el alumno es capaz de reconocer
sus propias metas y que la enseñanza básica le ayudará a alcanzarlas.
Pero en estos niveles de enseñanza, el alumno no se dispone a cumplir
con éxito sus objetivos, sino a buscarlos y a reconocerlos como propios.
Hay que formar personas que sean capaces de proponerse metas en la vida
y reconocer su vocación a medida que avanzan en su proceso educativo.
Resulta paradójico que la Ley recurra a la Constitución para
justificarse a sí misma con estas palabras: el objeto de la educación es
«el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los
principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades
fundamentales». ¡Para poder respetar tales principios hay que conocerlos
antes!
Sin esta formación, que ya es filosófica, los alumnos no tendrán una
visión plena de lo que son los principios democráticos; no sabrán qué
son realmente los derechos humanos (más allá del significado de las
palabras que los enuncian), ni comprenderán en qué consiste ser libre (o
dejar de serlo) en una sociedad democrática. Porque las palabras
derecho, libertad, democracia, respeto o convivencia formen parte de
nuestro vocabulario, no tenemos asegurada en absoluto la plena
comprensión de lo que realmente significan y de lo que supone vivir de
acuerdo con ellas.
Estamos muy equivocados si pensamos que la educación puede ser una
bandera política. La división ideológica del país no se superará hasta
que no logremos diseñar un sistema educativo capaz de unir, y no de
separar. Se comete un grave error cuando se utiliza la formación
filosófica como herramienta política. La filosofía no es de derechas ni
de izquierdas, sino que es la base para que una persona pueda libremente
optar por una concepción de la realidad u otra, por una ideología u
otra. Pensar, reflexionar, comprender la realidad que vivimos es algo
necesario, con independencia de cuál sea después nuestra opción
política, y también con independencia de cuál sea nuestra particular
vocación profesional.
Es cierto que a lo largo de los años no se han hecho bien las cosas,
pues nosotros mismos, como profesores, hemos caído en la tentación de
politizar nuestras enseñanzas, pero la filosofía proporciona también la
medicina para evitarlo. El hecho de que haya malos médicos no hace que
consideremos que la medicina no tiene sentido y deba desaparecer. Quizá
no hayamos sido los mejores maestros, pero eso no significa que deba
desaparecer la Filosofía. Tenemos la tarea de situar la filosofía en el
lugar que le corresponde, por encima de nuestras propias mediocridades.
Enseñemos a pensar a los alumnos, sin decirles qué es lo que tienen que
pensar; ayudémosles a plantearse las preguntas a las que necesitan
enfrentarse, sin imponerles las respuestas, sino ayudándolos a
buscarlas.
Nuestra intención no es demonizar la tecnología, despreciar el
plurilingüismo o la profesionalización en sí mismos. Tratamos de mostrar
la necesidad de humanizarlos: por sí solos pueden contribuir al bien de
la humanidad, pero también a su envilecimiento. Es fundamental que
nuestro sistema educativo esté pensado desde su raíz para poner la
técnica al servicio de lo humano. Para ello los alumnos deberán tener
espacios en los que aprender a ser autónomos en su relación con las
nuevas tecnologías y el mundo en el que viven. La formación filosófica
es esencial en este camino hacia la autonomía personal.
Nuestros alumnos se encuentran cada día, en cada gesto, con las
nuevas tecnologías; pero no se encuentran con las preguntas que pueden
dar un vuelco a sus vidas, no se encuentran en la calle los diálogos que
pueden abrirles nuevas perspectivas.
Para descubrir el ámbito de lo enigmático (más allá de las respuestas
de la ciencia y las facilidades de la técnica), hay que aprender
filosofía como contenido y como método de reflexión, y no reducir la
filosofía a un elemento transversal de la enseñanza. Es necesario que la
filosofía tenga vida en el aula, en las enseñanzas de los profesores y
en el diálogo con los compañeros. Y aprender a pensar pasa por conocer
cómo han pensado los que nos preceden. De la misma forma que la química o
la física no se asimilan si se reducen a temas transversales, los
contenidos de la filosofía no pueden aprenderse si no se tiene una
materia destinada a impartirlos. Pero con esta nueva Ley no podremos
enseñar más filosofía en las aulas de secundaria.
«Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época.
Sólo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por
ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es
eterna como el espíritu. Si exteriormente y durante un tiempo se le
quita la palabra, se refugia en lo más profundo de las conciencias,
inalcanzable para cualquier opresión. Por eso es inútil que los
gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado
los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre
habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja
lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia»
(Stefan Zweig).
Artículo de Miguel García-Baró y Olga Belmonte García
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