Una palabra imposible de definir.
Es
muy curioso el modo en que empleamos las palabras. Hay un diccionario
secreto que cada uno guarda en su corazón. El eco feliz o sombrío de un
sonido que encierra significados que no podríamos comunicar a nadie.
Mientras suponemos que hablamos deslizándonos sobre un código compartido
todos guardamos sentidos propios que los demás ignoran. La ilusión de
transparencia del lenguaje oculta su opacidad y su misterio verdaderos.
Las palabras son promiscuas, traicioneras, “putitas”, como gustaba
llamarlas Julio Cortázar. Inasibles como mujeres de humo. Traidoras e
incorregibles, siempre le dan la razón a quien las pronuncia. Pero su
desgracia es también su virtud. Su perpetua metamorfosis les concede el
don de la posibilidad infinita y la libertad más salvaje. Así son,
aunque nos neguemos a esa realidad.
Cuando decimos “amar”, ¿todos entendemos lo mismo?
Hasta qué punto la cultura, la formación disciplinar, la experiencia
subjetiva, el éxito o el fracaso personal modulan los significados que
les asignamos a esa palabra tan inasible. Cuentan que cuando se le
preguntaba a San Agustín qué cosa era el tiempo respondía: “es eso que si no te lo preguntan sabes qué es pero si te lo preguntan no puedes decirlo”.
Es posible que “amar” pertenezca a esa clase de términos que huyen de
la definición derramándose sobre las personas sin que nadie pueda
nombrarlo.
El amor se define a través de sus historias. Es actuándolo como se
acaba por comprenderlo. Sus razones se piensan con el cuerpo pero huyen
del lenguaje. No hay más conocimiento acerca del amor que aquel que se
saborea y no el que se sabe. El discurso que habla el amor pasa a través
de la lengua y estalla en fragmentos de significado a los que Roland Barthes le dedicó uno de sus mejores libros.
Es muy posible que usted o yo hayamos sentido la potencia de esa
fuerza que pugna por concretarse en acto. Una ebullición que nos
confunde y nos estimula hasta los bordes de la razón. Intoxicados por
sus vapores sin nombre, aturdidos y ciegos es cuando al fin comprendemos
de qué se trata la cosa. Una búsqueda furiosa que nos atraviesa pero
que en el preciso momento en que se encuentra con lo buscado alcanza su
derrota. No hay amores satisfechos. Mientras vive el amor coquetea con
la muerte. Se asoma al abismo, desafía a sus precipicios, desprecia la
seguridad y los refugios. El amor nunca tiene futuro. Es un puro
presente que estalla sin medida y que escupe a la cara de todo
pronóstico su desprecio por lo que pueda pasar y su adoración por lo
imprevisible. Sólo lo que tiene explicación es cauto, prudente, sensato.
El amor es precisamente lo que se opone a eso.
Amar es un acto contradictorio. El que ama secuestra al amado. Lo
encierra entre sus delicadas redes para adorar al prisionero. El amor es
caníbal. Es una trampa que le hacemos al tiempo. Un intento sin destino
por atrapar un instante y hacerlo eternidad. Como casi todo lo que vale
la pena, es loco, imposible, extraordinario. Miente prometiendo lo que
no puede cumplir aunque suponga que dice la verdad. Sus promesas no
significan nada pero son la única música que los amantes desean
escuchar. Siempre tiene éxito y siempre fracasa.
La palabra amor –según Ivonne Bordelois-
trae a la boca las reminiscencias del sonido del bebé al mamar. También
de allí procede la palabra mamá. No hay forma de amar que no pase por
los labios. La trampa está escondida en el lenguaje. Para nombrarlo hay
que reproducir con la boca y con la lengua un gesto ancestral que te
remonta a los orígenes y te evoca -aunque no lo sepas- aquellos paraísos
perdidos.
Un hombre -o una mujer- solo, acostado sobre la cama, a oscuras, mira
la penumbra del techo mientras escucha los latidos furiosos de su
corazón. A su lado el teléfono duerme como un cadáver ausente. Espera.
Padece el tiempo muerto del silencio y la desolación de una llamada que
no llega. Está tan cerca del suicidio como de la inmortalidad. Camina
sobre la delgada cuerda que lo sostiene en al aire a mitad del camino
entre el deseo y la derrota. Tanto si la llamada llega como si no lo
hace esa persona caerá. Sin importar de qué lado lo haga, mientras se
precipita sin remedio comprenderá qué cosa era el amor. Pero será tarde.
Sabrá que el amor era esa cuerda, era él saturado de esperanzas y de
terrores igualmente ridículos, la incertidumbre homicida y los apetitos
secretos que se resisten a morir. Un instante de perplejidad y temblor.
Apenas una llama imaginaria que no podía durar. Saberlo, y pese a ello
no creerlo. Verlo, pero ignorarlo. Contradecir lo evidente a fuerza de
sueños imposibles. Patearle los tobillos al sentido común y reírse en la
cara de todos los mundos sensatos. Eso es “amar”. Un juego imposible y
peligroso en el que se pretende dar lo que no se tiene a quien no puede
recibirlo (Lacan). Es la más tramposa de las mentiras en la que estamos
empeñados en creer. Un lago de aguas negras, sembrado de peces asesinos
plantado en el pubis del mundo. Un polvo de estrellas que te envenena la
sangre. Una hoguera en la noche cuyo combustible es uno mismo. No sé usted, pero yo, hace mucho tiempo que elegí quemarme en esos fuegos.
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