Por una ondulación insospechada de las luces agresivas y falsas del bar, Laura pudo darse cuenta de lo borracha que estaba. Se sintió contenta, aunque un poco, leve, eufóricamente preocupada por su ya muy próximo completo descontrol, que quizá le molestase a él. En casa mientras esperaba su llamada, se había tomado un whisky largo otro cuando por fin colgó el teléfono con la cita confirmada y empezó a vestirse; llegó antes que él al restaurante y le apeteció un martini seco, como los que tomaba hace quice años en una cafetería que ya no existe cerca de Goya; un par de botellas durante la comida, porque el "Viña Tondonia" les salió estupendo (la segunda botella mejor que la primera) y luego la copa de coñac, aunque a Laura no le gustaba y era sólo para acompañarle a él también en eso. Después, en ese bar un poco demasiado golfo al que la llevó, que por supuesto ella no conocía ni jamás hubiera conocido sin él, se dedicó en cuerpo y alma al champagne, su verdadera afición, aunque, vergüenza le daba admitirlo, lo prefería español y semi-seco a brut francés. ¡Lo que habían podido reírse, tras de inevitable sesión de cotilleo político durante la cena, en la que a ella le encantaba escuchar tanto como a él demostrar su abrumadora información de primera mano! Pero luego, a la hora de cogñac, habían empezado a reírse y ya todo había sido risa y más risa trepando champagne arriba. Laura se daba cuenta de que con él siempre había un punto un poco...no sé, vulgar quizá, no, más desagradable, desde luego no canaille - nada la excitaba tan positivamente como eso, hasta la palabra era picante y jugosa - no, algo por decirlo así...bajo, un lunar rastrero irrecuperable por la camadería siempre conciliadora y además inútil como catalizador sexual. Perro ella sabía ya "a esas alturas del curso" - como solía decir un antiguo compañero universitario - que no hay hombre sin ese núcleo inasimilable y repelente, tan distinto y quizá tan accesorio como la marca de contraste en una pieaza de plata legítima. Y en lo fundamental él era formidable, formidable, formidable: pura plata de ley. Eso es lo que cuenta, pensó. Laura tenía treinta y seis años, los sufiecientes para saber lo difícil que es para una mujer nada simple compartir inteligencia y sensualidad con un hombre, sin hastío por parte de ella ni alarma por parte de él. Y querría ahora, ya al final de la velada, decirle lo bien que lo había pasado, y que estaba agradecida y tierna, y muertita de ganas de...Pero sólo le salían balbuceos demasiado borrosos, cortados por risitas, entre las brumas que iban y venían. Sentía la cabeza como necesidad de ir al lavabo, pero se le antojaba una empresa tan esforzada como inoportuna, ahora que él le ponía su mano caliente en el cuello. Por fin, una sospechosa humedad en la braga le obligó a levantarse y exploró a tumbos la sonora penunmbra del local en busca de la puerta salvadora. Después de haberla ayudado a incorporarse, él se quedó en pie sonriente viéndola marchar.
Salieron del brazo y ella se dejaba caer sobre él a cada paso sin poder remediarlo, lo cual tenía cierto mérito, porque al lado de sus formas generosas y sus largas piernas duras, él parecía pequeño. Laura había sustituido por entonces el lenguaje articulado, siempre falaz en la expresión de lo más íntimo, por una mezcla de canturreo y silbido en el que predominaba el sonido de una "u" arrastrada y traviesa. Era una cantilena muy útil, que tanto servía de amoroso arullo insinuado bajito a la oreja de él como, en un tono más alto, indicaba alarma por un tropezón de particular riesgo o pícaro reproche ante la mano qué palpaba un pecho con ansioso descaro. Por fin se encontró instalada en coche, con él sumamente emprendedor y apasionado junto a ella, murmurando cálidas groserías. "A mi casa, venga, por favor, a mi casa", logró decir Laura, y sin saber cómo, en un momento, tras un inconcreto guiñar de semáforos sobre calles húmedas, tuvo que comenzar la trabajosa tarea de extraerse de su asiento. Hubiera sido incapaz de atinar con la llave en la cerradura del apartamento, pero para eso estaba él, aunque por un momento tuvo que dejar de sostenerla y la apuntaló contra la pared, con las manos extendidas hacia adelante, la cabeza mirando vagamente al suelo y las piernas demasiado abiertas, como si fueran a cachearla. Después, a trompicones, sin el disimulo de ninguna parada intermedia ni el compromiso social de una copa que se sirve y no se bebe, a la cama de cabeza. Si Laura tuvo por un momento el temor de estar demasiado borracha para responder conveniente y variadamente al ímpetu de él, los hechos succesivos la tranquilizaron con creces. La verdad es que ella siempre había tenido el vino cachondo; pero él...él estaba portentoso, desatado, como nunca. Eso la sorprendió un poco, porque no había notado que el alcohol le potenciase, sino más bien todo lo contrario. "Debe de haber bebido mucho menos que yo", penso Laura al acoger una de sus más contundentes arremetidas. Y, deshaciéndose en un creciente espasmo, se felicitó por ello.
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