martes, 16 de julio de 2013

Tras la virtud

Vivimos tiempos de confusión, difícil es negarlo. Tiempos que muestran un estado de desorientación de la existencia europea, de descomposición de su estructura profunda. Tiempos así son aquellos en los que el valor natural de las cosas se retuerce, se manipula, se esconde y camufla. El esplendor de oropel en que se afana por vivir la juventud democrática y progresista oculta una tramoya moral y política putrefacta. Las preferencias subjetivas se revisten de la máscara de juicios morales, la inteligencia se posterga y la muchedumbre se reivindica como aristocracia selecta; la monstruosidad se vende como Belleza, la ignorancia como Cultura, y los proclamados Intelectuales muestran un desconocimiento completo del uso del intelecto.
La denuncia de los tiempos oscuros es tarea que Macintyre acoge en este que fue su primer intento de desenmascaramiento de la ética indigente que Europa y el mundo civilizado han terminado por asumir. Una civilización dotada de una ética decadente, promovida antes por la complacencia que por el esfuerzo de hallar el verdadero valor de las cosas, se condena necesariamente a la decadencia, a la invasión repetida de los bárbaros. Occidente fue fuerte porque compartió una ética poderosa, pero, una vez que esa lectura compartida del mundo se diluyó en las fracasadas éticas modernas, parece que no le aguarda más destino que una lánguida extinción.

El final conclusivo del desarrollo moral moderno es, según Macintyre, el emotivismo. Hoy occidente es emotivista, a pesar de que la práctica totalidad de los europeos o americanos no sepa siquiera qué quiere decir tal palabra o no conozca a los que crearon dicho movimiento. La plena comunión en este credo moral se constata en el carácter interminable de las discusiones morales o políticas: El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable (…). Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura. La pérdida de un suelo moral compartido no es lo natural, aunque, como emotivistas, así lo aceptemos, sino más bien una excepción desafortunada. El juicio al emotivismo no es el juicio a una teoría moral concreta, sino a toda una reflexión moral, la moderna, que ha provocado la cancelación de cualquier ética al entregarla al reino de lo subjetivo. 

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