Formo parte de la última minoría, del único grupo que todavía no merece
ninguna consideración por parte de nadie. Todas las opciones sexuales ya
se han ganado un respeto. Todas las opciones políticas. Todas las
religiosas. Si defiendo comer únicamente vegetales caídos de la planta
porque opino que el hombre no tiene derecho a arrancarles sus frutos a
los árboles, el Estado se preocupará de ofrecer a mis hijos esa clase de
alimentación en las escuelas públicas. Si opino que los extraterrestres
construyeron las pirámides de Egipto y sometieron a los faraones a
operaciones de microneurocirugía, más les vale a los medios de
comunicación no reírse de mis creencias. Si considero que comer con la
boca es una convención social que perpetúa las estructuras opresivas del
Estado y reclamo mi opción a introducirme el alimento por las fosas
nasales como apuesta alternativa contra lo establecido, encontraré
defensores entusiastas que se ganarán los aplausos del público con su
verbo encendido. Pero si no me gusta la Navidad, si no soporto tal
inundación de las cursilerías y las horteradas más revenidas, si ver al
reno Rudolph y cortárseme la digestión es todo uno, entonces ya me
pueden ir dando mucho durante estos días, pues nunca se ha visto bajo el
sol que a nadie se le haya ocurrido la posibilidad de que exista
alguien como yo. Por ejemplo, yo. Y voy a buscar durante los próximos
siete días un programa de televisión, uno, donde los navideñoescépticos
no seamos tratados como las patatas con la forma de la cara de Richard
Nixon, las bacterias que respiran arsénico o los huevos de dos yemas.
Voy a buscar entre Qué bello es vivir,
maratones nada atléticos, especiales nevados de todas las series,
ñoñerías de escaleta basura en los informativos y spots publicitarios
obsesionados con la dimensión olorosa del amor. Dentro de siete días les
cuento si la gente como yo existimos esta semana. Qué carajo, se lo
cuento ya: no existimos. Hasta el año que viene no volveremos a ser
parte de la sociedad de la que somos parte.
Antonio Rico
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