"Lo ideal no es fabricar herramientas, sino construir bombas, porque una vez se han utilizado las bombas que se han construido nadie más se puede servir de ellas. Debo añadir, que mi sueño, mi sueño personal, no es exactamente construir bombas, porque no me gusta matar a la gente. Pero quisiera construir libros bomba, es decir, libros que fueran útiles precisamente en el mismo momento en el que alguien los escribe o los lee. Y que desaparecieran luego. Esos libros estarían hechos de tal modo que desaparecerían poco después de haber sido leídos o utilizados. Los libros deberían ser una especie de bomba y nada más. Tras la explosión, las gentes podrían recordar que esos libros produjeron hermosos fuegos artificiales. Más tarde los historiadores y demás especialistas podrían decir que ese libro o tal otro fue tan útil como una bomba y también tan hermoso como unos fuegos artificiales"
Foucault en una conversación con los estudiantes del Pormone College de Los Ángeles, en 1975.
Sentir que el pensamiento debe tomar la forma de una explosión, es algo que el mismo Nietzsche llevó a gala y dijo de sí. Todos recordamos su mítico autoretrato: “soy dinamita”.
Podemos jugar a hacer filosofía, también podemos tratarla con la
frialdad y la objetividad de un anatomista, olvidando aquel viejo adagio
que dice que el todo es más que la suma de sus partes. Pero esa no es
la apuesta nietzscheana, ya que él desea que la filosofía, ella misma acción, desemboque en acción.
Puedes leer un ensayo como mero entretenimiento, incluso cualquier
libro del propio Nietzsche, pero entonces no habrás entendido nada. Cada lectura debe desembocar en una explosión, en un cambio.
Entre
los artefactos explosivos preparados por Nietzsche, hay uno que destaca
de forma especial, y que la mayoría de sus contemporáneos no supo leer.
Hablo de El Anticristo, y de cómo no se vio que el ataque que éste guarda, su acometida, iba más allá del cristianismo.
Muchos de los lectores de esta obra, vieron en ella una crítica feroz
contra algo que ellos mismos despreciaban, esa religión de sus padres
que tantas taras había provocado, pero si bien dejaron de ser
cristianos, de creer en esa fe y en esa institución, no eran
capaces, aún creyendo que sí, de liberarse de la moral que la religión
del Crucificado había inyectado en las venas de Occidente. Ahí
es donde llega Nietzsche, donde su afilado colmillo de cazador rompe
hueso. No se trataba sólo de criticar el cristianismo, eso ya se había
hecho, sino de llegar a lo que aún había de cristiano en las sociedades europeas,
aquella moral que regía nuestra acción y que la mayoría de los hombres
veía como un fruto del sentido común, de la razón incluso, o como una
conquista del progreso espiritual. En definitiva, una moral que muchos,
incluso, adjetivaban de laica. Contra ellos, en especial, va dirigida la
bomba que es El Anticristo.
En sus páginas, se pone en quiebra la constitución espiritual de Europa,
la misma que había sido importada a tierras lejanas y había echado allí
fuertes raíces. Un poner en quiebra al que no muchos estaban dispuestos
y que pronto levantaron sus lanzas intelectuales contra Nietzsche. Pero
esta reacción, era algo que él sabía, nada, o muy poco, se escapaba a
su fino olfato, y de esta manera, en el Prólogo encontramos que nos
recibe una sentencia que suena a profecía: “Este libro es para muy
pocos; quizá todavía para nadie. A lo sumo, podrán leerme los que
comprenden mi Zaratustra. ¿Cómo me podría confundir con a los que hoy se
les hace caso? Me pertenece el pasado mañana. Hay quien nace póstumo”,
y un final despiadado: “¿Qué importan los demás? Los demás no son más
que humanidad. Hay que ser superior a la humanidad en fuerza, en
grandeza de ánimo… y en desprecio”.
“Oídos nuevos para música nueva”,
Nietzsche siempre presumió de la belleza de sus orejas y en él las
imágenes relacionas con la música abundan por todas partes. La música
que El Anticristo ejecuta, en lugar de acordes tiene aforismos,
y en ella un mensaje vibra de manera especial, nos referimos a la
apuesta nietzscheana por liberar al hombre de la idea del pecado original.
Porque si Nietzsche maldice al cristianismo, lo hace porque éste lo
hizo primero con todos nosotros. El hombre está marcado por una falta
que nunca podrá purgar por sí mismo, que ostenta el poder y la desgracia
de pasar de generación en generación. En mitad de nosotros, ellos han
instalado una terrible culpa cuya expiación es imposible. Así, cuando
el hombre se asoma a su interior ve una terrible mancha negra, una
culpa que le señala con el dedo y que supura autodesprecio.
Pero aún así, ese “charlatán de Judea” que fue Jesucristo, sin ningún
pudor ordena: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Cómo hacerlo si a lo
que nos han enseñado es a odiarnos, a desconfiar de nosotros mismos, a
vernos sucios y expulsados del Paraíso? Porque para poder amar al
prójimo, primero debemos amarnos a nosotros mismos, y no es sólo que el
cristianismo a eso no nos enseña, sino más bien que recomienda lo
contrario: “desconfía de ti, estás sucio, eres culpable”. ¡Menuda religión del amor!¡Magnífica broma de mal gusto! Y de esa terrible visión de nosotros mismos, ellos derivan toda su pringosa moral, una moral que “quiere dominar a animales de presa” a través de la culpa, a través de “ponerlos enfermos”.
Que Nietzsche ponga en el centro de su
ataque la idea de pecado original, no es baladí, porque ella está
profundamente enraizada en nosotros, en nuestra visión del hombre, y ha sido capaz de sobrevivir a la muerte de Dios y sería incluso capaz de sobrevivir a la muerte del cristianismo.
Como prueba, basta ver a autores ateos que creen en lo que el mito de
la caída enseña. Nietzsche lo supo ver, y por eso destina gran parte de
su fuerza en liberarnos de semejante veneno, porque del pecado original
nace una moral del odio: odio a nosotros mismos, odio al prójimo y odio
al mundo. Frente a ella, él propone esa gaya ciencia que basa
su fuerza en decir sí a la vida, un sí que no es otra cosa que una
auténtica declaración de amor hacia el mundo. Y desde ese sí, trazar una moral que lejos de debilitarnos nos haga más fuertes, más ligeros y más luminosos. Frente a la virtud cristiana, la virtú renacentista.
Dicho lo dicho, nadie debería sorprenderse de la maldición que al final de su Anticristo ejecuta:
Guerra a muerte contra el vicio: el vicio es el cristianismo
ARTÍCULO PRIMERO: Viciosa es toda especie de contranaturaleza. La especie más viciosa de hombre es el sacerdote: él enseña la contranaturaleza. Contra el sacerdote no se tienen razones, se tiene la cárcel.
ARTÍCULO SEGUNDO: Toda participación en un servicio divino es un atentado contra las buenas costumbres. Se será más duro contra los protestantes que contra los católicos, más duro contra los protestantes liberales que contra los protestantes ortodoxos. Lo que hay de criminal en el ser cristiano crece en la medida en que uno se aproxima a la ciencia. El criminal de los criminales es, por consiguiente, el filósofo.
ARTÍCULO TERCERO: El lugar maldito donde el cristianismo ha encobado sus huevos de basilisco será arrasado, y, como lugar infame de la tierra, constituirá el terror de toda la posteridad. En él se criarán serpientes venenosas.
ARTÍCULO CUARTO: La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda ensuciamiento de la misma con el concepto de “impuro” es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida.
ARTÍCULO QUINTO: Comer en la misma mesa con un sacerdote le hace quedar a uno expulsado: con ello uno se excomulga así mismo de la sociedad honesta. El sacerdote es nuestro chandala, – se le proscribirá, se lo hará morir de hambre, se lo echará a toda especie de desierto.
ARTÍCULO SEXTO: A la historia “sagrada” se la llamará con el nombre que merece, historia maldita; las palabras “Dios”, “redentor”, “santo”, se las empleará como insultos como marcas para los criminales.
ARTÍCULO SÉPTIMO: El resto se sigue de aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario