Desde 1945, J. Edgar Hoover destinó hombres y recursos a dilucidar si los intelectuales eran una amenaza para la seguridad de Estados Unidos. Luego de 30 años, aún no lo tenía claro.
En marzo de 1946, en el exclusivo barrio de Upper West Side de
Manhattan, el escritor, futuro Premio Nobel y ex miembro de la
Resistencia francesa, Albert Camus, ofreció una lectura en la Maison
Française, selecto centro de estudios galos de la Universidad de
Columbia. Un año antes, su amigo y correligionario ideológico Jean-Paul
Sartre había hecho lo mismo y entre los asistentes hubo estudiantes,
profesores e intelectuales. Ahora, la lista era más o menos similar,
excepto por J. Edgar Hoover, el jefe del FBI.
¿Qué hacía la cabeza del mayor organismo de inteligencia nacional en
una reunión de filósofos? ¿Era acaso Camus una eventual amenaza a los
intereses de Estados Unidos? ¿Tenía el existencialismo de Sartre y su
amigo algún componente de comunismo? ¿Eran la filosofía y las
divagaciones una conspiración contra la sana mentalidad utilitaria de
los americanos? Para J. Edgar Hoover, un abogado presbiteriano amigo de
la acción y enemigo de las segundas lecturas, darle demasiadas
interpretaciones al mundo sí era una eventual sombra sobre la seguridad
nacional. Sobre todo, si una segunda lectura de los filósofos galos
proponía que Estados Unidos tal vez no era el aliado de la paz y que la
Unión Soviética no necesariamente era la perdición de Occidente.
Hoover, que tenía pocos hobbies además del exceso de trabajo, no
sabía nada de filosofía y llamaba “Canus” a Camus. Eso duró hasta que un
subalterno tuvo el arrojo de corregirlo y decirle que el apellido era
en realidad con m. El autor de La peste había sido miembro de la
Resistencia francesa y para el creador del FBI, aquello era prueba
suficiente de sospecha: junto a valiosos patriotas, la Resistencia era
un nido de comunistas. Por lo menos para Hoover.
“Camus había sido miembro del PC, pero al parecer, al FBI eso no le
importaba. Lo que los perturbaba es que había estado en la Resistencia”,
explica Andy Martin, profesor e investigador de la Universidad de
Cambridge, en un reciente artículo publicado en la revista británica
Prospect. Martin postula que las averiguaciones sobre Sartre y Camus
significaron durante mucho tiempo un ítem financiero no despreciable
para la policía de investigaciones más importante del mundo. En general,
Hoover desconfiaba de todos los intelectuales, pero en particular de
los filósofos. Y según Martin, creía que el “existencialismo y su
variante del absurdismo eran sólo formas disfrazadas de comunismo”.
“Policía filósofo”. La expresión es del escritor británico Gilbert
Keith Chesterton en su novela El hombre que fue jueves. Especificaba:
“Es un oficio más sutil y atrevido que el de un policía vulgar”. Esta
definición de aptitudes laborales bien podría haber servido para llenar
el formulario de petición de empleos en el FBI inmediatamente después de
la Segunda Guerra Mundial. Lo que se buscaba era un tipo de espía
culto, letrado, en lo posible, capaz de leer en el idioma original del
volumen sospechoso. La CIA y el MI6, cuyas cúpulas eran algunas de las
mentes más brillantes de las universidades americanas y británicas,
respectivamente, los tenían en abundancia. El FBI, en cambio, era un
organismo de eficientes agentes que no necesariamente habían estudiado
filosofía. Por el contrario, en su gran mayoría no sabían nada de
Sartre, Camus o Heidegger. Quizás tampoco de Mark Twain o algún otro
padre fundador de la literatura americana.
Después de que en 1945 Sartre llegara a Estados Unidos, invitado por
la Oficina de Información de Guerra (O.W.I.) y como corresponsal del
diario de la Resistencia Combat, J. Edgar Hoover elevó sus niveles de
paranoia y suspicacia a grados inhabituales. “El objetivo de la Oficina
de Información de Guerra era que estos personajes hicieran buena
propaganda. Sin embargo, para Hoover todo eso eran pamplinas: no
entendía qué tipo de ‘buena propaganda’ podía hacer alguien que había
escrito La náusea y El ser y la nada”, comenta Martin.
La orden fue que los agentes lograran poner sus manos en alguna
evidencia que condenara a Sartre. “Nunca lo hicieron, nunca pudieron.
Todo el tema en realidad los desconcertaba”, añade Martin. En algún
momento, uno de los hombres G (así se conocía a los funcionarios del FBI
en los 40 y 50) logra dar con algunos efectos personales del filósofo.
Son diarios y agendas, todo en francés. El investigador se queja de que
no entiende nada y el FBI empieza a contratar traductores. En ese
momento comienza la verdadera investigación.
Una de las pistas de Hoover también era el testimonio de la autora
francesa radicada en Estados Unidos Geneviève Tabouis, quien denunció
repetidas veces a Sartre y Camus como miembros del comunismo
internacional. Recíprocamente, Sartre la denunció como espía del
Departamento de Estado estadounidense.
A la larga, en cualquier caso, Camus resultaría un hueso mucho más
difícil de roer que Sartre. El autor de El ser y la nada siguió
simpatizando con la izquierda hasta el fin de sus días: apoyó a Fidel
Castro, alabó al Che Guevara, se hizo amigo de la causa de Vietnam.
Camus, por el contrario, se decepcionó temprano del comunismo, criticó a
Stalin y nunca apoyó la independencia de Argelia. Su “derechización”
era sospechosa para el paranoico Hoover. ¿Acaso no ocultaba este
sorpresivo giro una maniobra encubierta de lavado de imagen?
De cualquier forma, nunca pudieron saberlo, pues Camus murió en un
accidente automovilístico, en 1960. En el expediente del FBI sobre el
autor de El extranjero, el agente James M. Underhill escribió
sintomáticamente: “Este archivo (Camus) no se muestra con total
disposición”.
El caso de Sartre fue más tragicómico. Veinte años después de
iniciadas las investigaciones y ya muerto Camus, un agente anotó en el
archivo de Sartre: “Aún no puedo dilucidar si es un comunista o un
anticomunista”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario