jueves, 4 de julio de 2013

La pregunta

"Si, todo parece estar siempre en orden y, por lo tanto, quieto, inmóvil, sin brisas que cruzan, sin sonidos estridentes, sin nada. Nadie te pregunta nada. Y si te preguntan da lo mismo responder o quedarte taciturno. Nadie pregunta pues, quizá, nadie quiere ser preguntado. El temor a la pregunta es sólo comparable al temor del destierro, al temor del amor que te olvida, al temor a la necedad. A ver si somos capaces de admitirlo: hoy, si es que hay preguntas, las respuestas apenas si son necesarias. Porque una cosa es que te pregunten acerca de la nieve del domingo, del día de la patria, del nombre del animal que domesticas o de si uno que pasa por la calle parece estar demente o no. Y otra cosa, totalmente otra, es que te pregunten si el amor se disuelve, si la razón sabe revelar misterios y si la paciencia no es, en verdad, la mayor torpeza. Hace tiempo que nadie pregunta algo que nos quite de donde estamos. Hace tiempo que nadie nos mira a los ojos y nos sacude la aparente calma. Estamos demasiado habituados a esas preguntas que sólo obtienen como respuesta acaso un gruñido, acaso un bostezo proverbial, tal vez un leve movimiento de las fosas nasales. Nadie pregunta aquello en lo que no quiere nunca ser preguntado. O si se pregunta es para mostrar lo que ya se sabía, lo que ya se poseía, lo que ya se suponía. Son preguntas que exigen respuestas que no excedan el tiempo mínimo estipulado, respuestas sin uno, respuestas de una única respiración, respuestas de un rostro sin corazón, respuestas desalmadas, cuyo destino es el olvido inmediato, el silencio instantáneo. ¿Para qué preguntar si la soberbia es la única virtud de los que preguntan? ¿Para qué preguntar si el oído que parece escucharte se cierra, se oculta? ¿Para qué preguntar si lo más que se desea es seguir imponiendo cada uno su pregunta? Hubo un tiempo en que preguntar era una zozobra, la contraseña para el infierno, la donación de otra conciencia, el viaje inédito hacia ninguna parte. Hubo un tiempo, sí, en que preguntar era, de verdad, querer preguntar. Hoy ya no hay preguntas. O las hay, pero no de persona a persona, de hermano a hermano, de amor a amor. Las preguntas pueden que estén, todavía, en algunos libros, en algunas películas, en algunos amigos que corren el riesgo de dejar de serlo. Hoy, en vez de preguntas, todos trazan un hilo metálico hacia el futuro, justamente, como modo en apariencia legítimo de escaparle a las preguntas. “De todo lo que hemos vivido – dice Clarise Lispector- sólo quedará este hilo. Es el resultado del cálculo matemático de la inseguridad: cuanto más depurado, menos riesgo correrá; el hilo metálico no corre el riesgo del hilo de la carne”. Por esa la pregunta que viene de afuera, la pregunta inesperada, la única pregunta, deja hecho jirones el hilo de la carne. Si no hay preguntas, entonces, estamos hechos apenas de hilos metálicos.
Quizá aquí habría que pensar si preguntar no tiene que ver con indagar en todo aquello que se abandona, de modo inconfeso, en la descripción de lo que nos ocurre. Preguntarse, así, por los residuos inexplicables, por lo que nunca seremos capaces de ajustar a la mirada, por lo que nunca se dejará encerrar en una u otra palabra, en uno u otro discurso. Allí vale la pena la pregunta. La pregunta que es, siempre, extranjera.Por eso, dejate preguntar. No interfieras en la pregunta del otro, aunque no lo conozcas, aunque no te sea familiar, aunque te irrite su entonación, su aparente ingenuidad, su torpe pronunciación. Dejate preguntar por la sinrazón de la vida, por el desconocimiento del mundo, por cómo resuenan ciertas palabras y otras no, por cómo tu corazón se diluye detrás de un amor que es, siempre, imposible. Apagá la radio y dejate preguntar". 

Jorge Larrosa

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