Anoche soñé. Lamentablemente, y como de costumbre, 
sólo quedaron en mi memoria trazas del sueño, entre ellas una mujer 
voluminosa que, por calles atestadas, siempre obstaculizaba mi paso. 
Mientras avanzan los minutos noto cómo con ellos se difuminan esos 
contados vestigios de la aventura nocturna, pero hay algo que me asombró
 en el sueño y que me sigue asombrando ya despierto. Vagábamos por 
París, paseando en coche por sus calles antiguas, y recuerdo que miraba 
hacia arriba con el asombro con el que miran los niños, reconociendo los
 laberintos de Cortázar, adivinando a Ribeyro en uno de sus paseos 
tristes, reviviendo a Pardo Bazán mientras investigaba el mundo por 
aquellas calles de cuento. Los edificios se alzaban tan hermosos, tan 
inesperadamente hermosos...
  
Nunca he estado en 
París, y aunque muchas veces vi, en fotos y películas, sus edificios más
 emblemáticos, ese tipo de calles debió forjarse en mi sueño con retales
 de otros lugares, tal vez con la propia sustancia de mi fantasía. De 
cualquier modo, esas calles, esas admirables fachadas tapizadas de 
detalles extraordinarios, ya fueran creadas por mis recuerdos o sólo por
 mi imaginación, demostraban que dentro de nuestra cabeza existe un 
núcleo fascinante de creación, una fuente insospechada de delirios y de 
arte, tal vez sometida por el ruido de nuestros apremios cotidianos, por
 el terror que, en el fondo, les tenemos a las verdades más sencillas.
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