sábado, 17 de agosto de 2013

Paris

Anoche soñé. Lamentablemente, y como de costumbre, sólo quedaron en mi memoria trazas del sueño, entre ellas una mujer voluminosa que, por calles atestadas, siempre obstaculizaba mi paso. Mientras avanzan los minutos noto cómo con ellos se difuminan esos contados vestigios de la aventura nocturna, pero hay algo que me asombró en el sueño y que me sigue asombrando ya despierto. Vagábamos por París, paseando en coche por sus calles antiguas, y recuerdo que miraba hacia arriba con el asombro con el que miran los niños, reconociendo los laberintos de Cortázar, adivinando a Ribeyro en uno de sus paseos tristes, reviviendo a Pardo Bazán mientras investigaba el mundo por aquellas calles de cuento. Los edificios se alzaban tan hermosos, tan inesperadamente hermosos...

Nunca he estado en París, y aunque muchas veces vi, en fotos y películas, sus edificios más emblemáticos, ese tipo de calles debió forjarse en mi sueño con retales de otros lugares, tal vez con la propia sustancia de mi fantasía. De cualquier modo, esas calles, esas admirables fachadas tapizadas de detalles extraordinarios, ya fueran creadas por mis recuerdos o sólo por mi imaginación, demostraban que dentro de nuestra cabeza existe un núcleo fascinante de creación, una fuente insospechada de delirios y de arte, tal vez sometida por el ruido de nuestros apremios cotidianos, por el terror que, en el fondo, les tenemos a las verdades más sencillas.

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